A Carlomagno le hablaron de ello por activa y pasiva. Le hablaron voces amigas y voces anónimas sobre lo que allí podría encontrar. Incluso cuando menos se esperase la razón podría fragmentarse lo mismo que la tierra después de un terremoto.
Buscó entre sus cosas algo de valor sentimental ¿por qué? Según información obtenida de afables lugareños (calentados por el vino) el objeto en cuestión debía ser arrojado en la encrucijada de caminos antes incluso de poner pie en la misma. La razón para ello no le había quedado clara porque básicamente no prestara la debida atención…
Trataron de advertirle de lo temerario de su empresa, buscaron sin éxito disuadirlo con historias sufridas en carnes propias por lugareños y forasteros. Vecinos tales como el panadero, en cuestión de semanas había perdido la vista, el oído y el habla; el carpintero, victima de un siniestro en el monte que se cobró sus piernas; el cabrero cuyo cuerpo sin vida amaneció en la cuadra, pisoteado por sus cabras o el herrero, muerto en la vetusta fragua al vaciársele encima el acero fundido de uno de los pesados calderos desplazados sobre rieles.
Cuán cierto que no hay peor ciego que el que no quiere ver. La naturaleza intrínseca del misterio prendiera en Carlomagno. No solía hablar de su pasado ni se desvivía especialmente por sociabilizar con sus semejantes, excepto cuando el premio valía el esfuerzo. Para él aquellos analfabetos de pueblo vivían inmersos en el pasado. Éstos mostraban aprensión en sus abigarrados rostros al verlo ciego de convencimiento. En cambio él sentía compasión por aquellos hombres y mujeres de mentes obtusas, acompañados de un par de manos no hechas para otra cosa que no fuese trabajar la tierra. Le daban lástima y él probablemente a ellos…
El riesgo cohabita en la gracia de cada día que despunta al alba. Salir de la cama es sin duda claro ejercicio de temeridad. Por esta regla de tres ¿sería tan horrendo acudir allá? Sea como fuere no era fácil amedrentarlo con patrañas rocambolescas. Ciertamente cuanto más atrasada es una sociedad más leyendas se acumulan en su imaginario popular. Las que hagan falta, muchas o pocas (sin duda lo primero) y por lo tanto incontables antorchas deberán ser arrojadas al interior de cada cubil místico para iluminarlo, disipando cualquier conato de superstición…
Se adentró al área cuando apenas salía el sol, equipado con ropa de abrigo y calzado de montaña. Por la zona conocían la parte boscosa norteña bajo la curiosa denominación “aullido de Belcebú” y la parte sureña como “ventosidad de Belcebú”. En cambio él lo único que escuchaba eran dos cosas: sus tripas pésimamente desayunadas y el continuo crujir de las ramas que torpemente pisaba. Alisos y sauces blancos transcurrían pegados a la ribera del río Costalar. Río que según pudo informarse contaba con su propia leyenda.
Divisó una pequeña rapaz. Salió volando presurosa al advertir su presencia. En el pico un topillo, éste con un hilo de vida agitaba sus patitas en el aire. Y mientras el aleteo la llevaba a perderse en la foresta, del norte apremiaba gélido el aliento del viento, clavándole en la jeta minúsculos alfileres cristalinos. A lo largo y ancho del piso vegetal se acumulaban troncos podridos, arrancados probablemente en inviernos pasados. Otros congéneres arborícolas dominaban el paisaje, adoptando formas retorcidas para evitar a los grandes y altivos que tenían por encima. El sol no calentaba lo suficiente ni terminaría de hacerlo pero al menos se esforzaba, tomando de la mano a un cielo grisáceo apretujado contra el horizonte. Algunas nubes dispersas morían contra la línea del mar otras en cambio seguían camino hasta desaparecer en la inmensidad de la bóveda celeste.
¡Cómo atizaba el frío! De forma autómata acudían a su mente chimeneas laboriosamente labradas dispuestas para afrontar los inviernos más inmisericordes. A pesar de no ser frecuente en él Carlomagno albergaba una punzante desazón de origen desconocido. Se mostraba inquieto, nervioso e intranquilo. ¿Premoniciones? ¿Sexto sentido? Tal vez la conciencia…
¡Váyase! ¡Lárguese! Bien hecho está aquello que tiene principio y fin. Si merced a ello conserva los pantalones doble dicha ¿acaso esperaba otra cosa? ¡Insensato! Regrese a su confortable hogar, aunque carezca de chimenea y polvorientas fotografías en la repisa. Vuélvase sin ojear atrás porque frente a usted nada decente hallará y a su espalda todo serán nubarrones. Guarde sus credos en el doble fondo del arcón; regálese momentos de paz, un café bien negro y una vida insulsa donde la mejor dispendia sea beberla a sorbos cortos…
¡No! ¡Él no era como los demás! Al menos así se veía cada mañana al afeitarse. Cualquier evento es o puede ser suficientemente físico, palpable o vulgar como para interpretarlo de manera correcta e imparcial. No todas necesariamente positivas pero tampoco negativas por defecto. Al menos era su forma de interpretarlo, algo así como un ojo de cristal que casi todo lo ve. ¿Terco? Lo mismo que una ensillada de cincuenta mulas. ¿Genio? Mucho, sus arrebatos violentos podían llegar a ser incontrolables. Cualquier asunto que se le metiese entre ceja y ceja terminaría más pronto que tarde convirtiéndose en obsesión. Además en el hipotético caso de darse las disposiciones del destino a la contra siempre guardaba (imaginariamente hablando) dos monedas para el barquero…
Despejó mente y cuerpo, enviando al barquero a secano. Lo crucial permanecer atento a cualquier eventualidad fuera de lo común por ende todo pensamiento que no viniese al caso sería inmediatamente desterrado, antes incluso de que empezase a apestar.
Súbitamente a lo lejos observó una mezcolanza de puntos de luz que se movían tal cual fuesen péndulos. ¡Diantres! No se había enterado que estaba a tiro de piedra de la encrucijada de caminos. Habíase quedado empanado observando aquel vistoso fenómeno. Echó mano del objeto sentimental, una fotografía de sus hijos. La apretó fuertemente con la mano, estrujándola involuntariamente…