Espectro de mi alma

Un mensaje para Jayden

Gwen Campbell. 26 años.
Chef repostera del Hotel Imperial.

—Muy bien, Randal… la investigaste bien —dijo aquella voz masculina, rasposa y segura.

Era el jefe.
Y frente a él, sentada en una silla metálica, con las muñecas atadas y la mirada turbia por el cansancio, estaba Gwen.
El lugar era frío, mal iluminado. Concretos grises, una lámpara colgando y el eco de cada paso retumbando en su pecho.

Gwen intentó incorporarse un poco, como si su dignidad pudiera hacerle frente al miedo, aunque su cuerpo temblara.
—Por favor… déjeme ir. Yo no tengo nada que ver con esto. No sé quiénes son ustedes… —murmuró, su voz apenas un suspiro quebrado.

El jefe se agachó un poco, apoyando ambos codos sobre sus rodillas mientras la observaba fijamente.
Una sonrisa ladeada se dibujó en su rostro.

—¿Nada que ver, dices? No sueles ser tan modesta, Gwen. Has estado muy cerca del chico equivocado… y eso te hace algo interesante.
Demasiado interesante.

Ella desvió la mirada, pero él la tomó del mentón y la obligó a verlo.

—¿Te ha contado todo Jayden? ¿Lo que hizo?

Gwen cerró los ojos con fuerza, buscando no quebrarse más. Pero estaba cansada, confundida, y ese nombre —Jayden— resonaba dentro de ella como una cuerda estirada a punto de romperse.

—No me interesa lo que haya hecho —dijo, con un hilo de voz.

El jefe soltó una carcajada seca.

—Verás… cuando uno entra en este juego, ya no es cuestión de lo que te interesa o no. Es cuestión de lo que sabes… y lo que podrías hacer o decir.

Gwen lo miró, y esta vez no habló.
Ya no sabía qué decir.

El jefe dio un paso hacia atrás, cruzando los brazos mientras la miraba como si evaluara una pieza rara y costosa.

—¿Sabes quién soy, Gwen?

Ella no respondió.

—Ronald Smith. Cincuenta y dos años. —Su voz sonaba con un orgullo crudo, como si su nombre bastara para infundir respeto—. Empecé en esto hace treinta años. Solo era un mocoso más de la calle, fascinado por los autos. El rugido de un motor me decía más que cualquier profesor.

Caminaba despacio frente a ella, como si recordara en voz alta más para sí mismo que para ella.

—Un día, decidí entrar a una carrera. Por diversión. Y gané. Luego otra. Y otra.
Cuando quise darme cuenta, ya no solo era velocidad. Era dinero, apuestas, poder.
Mi propio imperio nació de ese humo y caucho quemado.

Se detuvo frente a ella nuevamente.

—Y en ese imperio apareció Jayden. Un chico flaco, callado… pero con un pie tan firme en el acelerador que lo quise cerca desde el primer momento.
Lo entrené. Le di un lugar. Le confié cosas que ni mis socios más cercanos sabían.

Gwen lo miraba en silencio. Su pulso era irregular. El nombre de Jayden de nuevo, pero esta vez con un peso nuevo.

Ronald bajó la mirada por un segundo, luego apretó los puños.

—Pero cometió un error. Uno que me costó mucho.
Una carrera clave. Una que no podía perder. Y él… falló. Me hizo perder dinero.
Mucho dinero.
Y si hay algo que no tolero, es que me fallen.

Levantó el rostro con una sonrisa seca.

—¿Y ahora? Ahora se pasea por ahí como si nada. Como si el pasado no lo alcanzara. Como si tuviera derecho a empezar de cero.
—¿Y por eso me tiene aquí? —dijo Gwen, con la voz débil pero firme.

—Porque es débil. Porque tú eres su punto débil.
Y no hay nada más peligroso en este juego… que alguien que tiene algo que perder.

Ella contuvo el aire.
Por dentro, deseó con todas sus fuerzas que Jayden ya estuviera en camino.
Porque ahora sabía algo con total claridad:
Esto no era un simple ajuste de cuentas.
Era una venganza.
Y ella estaba justo en el centro.

Ronald la observó por unos segundos más, como si evaluara cuánto miedo era suficiente.

—Pero en realidad… no me sirves para mucho —dijo de pronto, con un tono casi indiferente, como quien comenta el clima—. Solo para atraerlo. O para mandarle un mensaje.

Gwen frunció el ceño, sus dedos se cerraron instintivamente contra las cuerdas que la ataban.

—¿Un mensaje? ¿Qué estás diciendo?

Él se inclinó levemente, su rostro apenas a unos centímetros del de ella.

—Quiero que Jayden vuelva a competir para mí. Pero esta vez… que gane.
Así recuperaré lo que me pertenece. Lo que me hizo perder. Lo que él me debe.

—Él no va a hacer eso —dijo Gwen, con voz temblorosa, pero decidida.

Ronald soltó una carcajada seca, sin humor.

—¿No? Ya veremos.

—¿Y qué tengo que ver yo con eso?

—Todo. —Su mirada se volvió más oscura—. Te va a buscar, Gwen. Lo sé.
Y cuando lo haga, tú te encargarás de que vuelva.
Le vas a decir lo que quiero. Lo vas a convencer. O al menos vas a intentarlo.
Y si no lo haces… bueno —se encogió de hombros con una tranquilidad escalofriante—, ya veremos cuánto tarda en entender lo que puede perder.

Gwen tragó saliva. Ya no sentía miedo. No como antes.
Ahora sentía rabia. Impotencia.
Pero sobre todo… una certeza: no iba a dejar que usaran a Jayden.
No otra vez.

Ronald se enderezó y se giró hacia la puerta.

—Dale un par de horas —dijo a alguien del otro lado—. Que piense, que sufra un poco. A veces el miedo es mejor motivador que la deuda.

La puerta se cerró.

Y Gwen se quedó sola, en silencio, con el corazón golpeando contra el pecho y la mente ya buscando una forma de salir.

Jayden seguía buscando, sin descanso.
Las horas se le escurrían entre calles oscuras, callejones húmedos y esquinas que olían a alcohol rancio y cigarros mal apagados. Cada paso que daba parecía empujarlo más al pasado, a ese mundo que había prometido no volver a tocar. Pero ahí estaba. Buscando entre sombras, entre rostros borrosos, entre murmullos y puertas cerradas.

Nadie decía nada.
Nadie lo miraba.
Solo los ecos de sus pasos y el zumbido de su corazón acelerado lo acompañaban.




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