Espejos

Espejos

 

Lo conocí un veintinueve de marzo, lo amé un treinta y lo maté un treinta y uno. 
La oscuridad de la noche se imponía magistralmente. El sonido de los cláxones impacientes, las palabras llenas de enojo y la mudez de quienes solo observaban desde lejos formaban parte del ornamento de aquella ciudad. Las gotas de lluvia parecían competir en una carrera, pues bajaban del cielo con una rapidez increíble. Los charcos de agua sucia salpicaban con furia sobre los zapatos de quien quiera que se atreviera a pisarlos. 
Aquel ambiente frío, violento y desolador fue el escogido para la realización del tercer acto. El tercer y último día. 
Sus pasos fueron lentos mientras cruzaba la calle. Llevaba un sombrero negro y un maletín del mismo color. Cualquiera que lo viera pudo pensar que aquel hombre se dirigía a firmar un contrato importante ¡Qué errados estaban! 
Desde aquí pude ver sus manos. La cicatriz cerca de sus nudillos atrajo mi atención de inmediato. Mis dedos habían recorrido su textura miles de veces. Su color y trayectoria rugosa, no tan larga ni tan corta, me provocaban emociones que ponían en peligro mi decisión. 
La luz se fue atenuando y el callejón solitario se fue mostrando ante él. Dejó de caminar al reconocerme. Ambos nos encontrábamos frente a frente, tan solo tres metros de distancia nos separaban. Me miró detenidamente por unos segundos y luego sonrió.
En mi mente se reprodujeron muchas escenas de nuestra infancia. Sus ojos me llevaron a los lugares más lejanos que visitamos. Sus labios me hicieron evocar a todas las mujeres que besamos. Porque, aunque cada vida es distinta, los lugares y personas son las mismas. O eso creí al principio. Hasta que descubrí que a él le otorgaron algo que a mí me fue negado.
- ¿Qué hora es? – preguntó.
Mi corazón empezó a latir muy rápido y el arrepentimiento intentó entrar a mi cabeza.
Lo que estaba a punto de cometer iba más allá de un homicidio. Iba más allá de apuñalar a un hombre inocente al que solo le bastaron mis palabras para confiarme su vida. Lo que yo estaba a punto de cometer era suicidio.
Respiré profundamente y miré el reloj. Eran las ocho en punto. Ya era hora. 
-Ha llegado el momento, ¿verdad? – Esa astucia suya fue una de las razones por las que lo amé. 
- ¿Puedes recordarle a Sara que tenga cuidado cuando conduzca? - los celos me consumieron al escucharlo pronunciar ese nombre.
- ¿Algún día la volveré a ver? - siguió preguntando.
-Quizá - le respondí. Si este mundo es un bucle sin fin, probablemente este hecho se repita. Tal vez no en las mismas circunstancias, pero los resultados serían los mismos. Hoy muere él y mañana vivo yo.
Dante caminó hacia mí y pacientemente esperó el puñal. Como el cobarde que siempre fui, cerré los ojos y en mi mente empecé a contar. Al llegar a diez, mi cuchillo atravesó su corazón. Verlo muerto se sintió como si el filo de un vidrio roto me cortara la garganta. 
-Hasta luego, querido espejo- dije al despedirme del hombre con el que compartía una conexión tan lejos de nuestro entendimiento. Nunca miré atrás. No pude. 
Han pasado más de cuarenta años desde aquel suceso. Han pasado más de cuarenta años desde que rompí mi espejo. Desde que murió creyendo que su muerte fue necesaria e inevitable.  
Él era lo que yo en mi mundo nunca pude ser. Pero eso no lo condenó ¿Y entonces qué fue? Ella. Sara es la respuesta. 
- ¡Dante, cariño! ¡Los demás nos esperan! – me gritó mi esposa desde la sala.

 




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