Por veces la morriña me arrulla como agua que fluye por los manantiales de mi niñez. Qué lejos queda pero que cerca sus reminiscencias de tiempos convulsos. No sé si soy parte de algo más grande que yo mismo o por el contrario he tomado la mano del salvajismo más ancestral que, al igual que lo otro, también forma parte de mí. Medito mucho sobre ello y lo hago con una pizca de amargor y una pizca de excitación.
Ante el espejo contemplo ese rostro fatigado y familiar. Le echo más años de los que seguramente tenga. Me enseña la cara, golpeada sin compasión por los puños de la mala vida. Tanto así que pueda llegar (o ya lo ha hecho) ese momento donde mi adicción a la sangre ha nublado completamente cualquier raciocino.
Soy y yo mismo lo reconozco un demonio, pero no de esos mentados en las escrituras o exorcizados por señores con alzacuellos que terminan saliendo por la ventana. No, no, un demonio hombre gustando de vestir con traje y corbata. Metódico, destructor y asesino; hombre por rutina y bestia por costumbre.
Me adapto al medio físico mediante zarcillos de carne y hueso. Para corazón inclemente el mío y para alma pútrida la mía también. Mis iguales encajan como pueden sus conciencias en una sociedad erguida sobre válvulas con goteras, acciones malsanas, valores deshinchados y dudosa virtud. Estoy en las antípodas de lo civilizado y despojado desde adolescente de cualquier discernimiento.
He aquí esta ciudad distópica saludando a sus hijos antes de devorarlos. Latiendo en cada ladrillo y cada centímetro de hormigón por subsistir un día más. Calles, bloques de viviendas y callejuelas asfixiadas al calor del día y al fresco de la noche. Yo, conmigo mismo, irreverente en mis interpretaciones amorales. Yo, siempre yo, dotado del Don de la buena muerte y esto se refleja enconadamente en cada uno de mis asesinatos.
Porque no sólo doy lo mejor de mí cada pocas noches sino que lo convierto en arte. Mis circunstancias son las que son, ni mejor ni peor que las de cualquier malnacido. Pueden pensar en mí en alguien con alas de ángel y cuernos de Mefistófeles. En realidad pueden pensarme como mejor les venga en gana, no me preocupa. Ahora bien metido en faena soy inconmovible y compacto, especialmente hábil a la hora de pasar a cuchillo las gargantas de prostitutas que hacen la calle.
¿Cómo lo ven? Seguro que sienten ganas de vomitar. Todos ustedes deben, es más, tienen la obligación de estar a mi lado, apoyándome, tomándome como ejemplo a seguir. Dejen llevarse por sus instintos primitivos; desean hacerlo, lo sé, mas no actúan por las ataduras ético-morales. No se disculpen más aún, ni siquiera se sientan mal por ser lo que son conteniéndolo dentro pues yo tampoco lo haré ni tampoco lo contendré…
Sin embargo (esto resulta contradictorio y embarazoso) a veces mi vena civilizada sale a flote. Me sujeta de los brazos y comienza a aporrearme de manera sistemática. Golpes van y golpes vienen para de cada uno ir aprendiendo la lección del día. Los encajo bien y dado que es de bien nacido ser agradecido siempre doy las gracias al terminar la paliza.
La culpa de mis pequeñas imperfecciones la tienen los demás. Las mujeres han forjado mi odio desde crío por motivos que no vienen al caso. Hoy soy hombre hecho y derecho y las encandilo con mis formas galantes y verborrea de charlatán. Es más fácil que quitarle el caramelo a un niño. Les dices lo que quieren escuchar y caen rendidas a tus pies. Luego en la intimidad las poseo violentamente antes de rajarles el gaznate. Un tajo único, profundo y limpio ¡No existe mayor placer que ver correr la sangre!…
Aquí sigo, de pie frente al espejo. Distingo espuma en la cara, vaho, cabello mojado, vapor y una navaja de afeitar. Veo mi pecho velludo, mi piel nívea castigada por los excesos y mi mirada desangelada. No obstante lo único importante es lo que percibo desde el otro lado del cristal. Es mi reflejo puro y duro, sin aparentes artificios. La espuma de afeitar corretea bajo el agua del grifo hasta perderse por el desagüe. Examino la pila de cadáveres esparcidos por el suelo, sin orden ni concierto. Cuerpos de mujeres sin vida agarrándose a los tobillos de mi otro yo.
Desconozco la gravedad de mi locura. ¿He dicho locura? ¿Deja uno de estarlo cuando se hace consciente de que su cabeza ha extraviado una tuerca? En cualquier supuesto no estoy más zumbado que cualquiera de ustedes. Yo mato por placer, lo reconozco sin tapujos en cambio ustedes se matan cada día para llegar a fin de mes. ¿Una alimaña hambrienta de vísceras y sedienta de sangre? ¿Un ser incivilizado capaz de devorar y devorarse? Sin la menor duda…
Ni usted me conoce ni yo espero llegar a conocerlo. Reflejo de espejo reflejo que no miente, seguro que en eso estamos de acuerdo. Acá los claroscuros cargados de tonos rojizos destacan especialmente. A veces pienso en otros tiparracos como yo, asesinos desarbolados ávidos de experimentar con su adicción a la vida y a la muerte. Tal vez no puedan concebirlo mas esto no son situaciones surrealistas sino rotundamente realistas. Yo soy asesino de mujeres, el mismo reflejado en las dos caras del espejo.
Aquél me escruta desde las primeras luces del alba hasta los últimos rayos del día. Parece estar disgustado por algo y me lo hace saber frunciendo el ceño, torciendo el gesto y repitiendo mis rutinas. Lo detesto, me da risa su doble moral. Como si él no supiese que ambos somos autómatas con voluntades interconectadas y fríos cuan acero blandido en las tierras del norte.
Al verme, tras haber apurado el último trago, me observo detenidamente y cuando es él quien se observa termina viéndose tal y como es. Sinceramente nos gusta y de afirmar lo contrario mentiría como un bellaco. Gotas de sudor perlan mi frente pero también la suya. Rara vez, pero a veces me pasa, experimento en cada apretón de manos desperdicios de una vida abandonada en las cloacas. Lo conozco por su nombre de pila y él me conoce por el mío pues somos eslabones en la misma cadena.