Espeluznante -decimoséptimo acto-

Decimoséptimo acto

Lo último que le apetecía a Laura era pasar el fin de semana en la vieja casona de su tía Berta. La misma se situaba en las afueras, al borde de un bosque espeso, lleno de mitos y leyendas.

Era una mansión fría y desangelada, muy alejada de las comodidades que se le suponen a una construcción del estilo. Amplia pero oscura, repleta de habitaciones con un aire tal de abandono que parecía aplastarla con cada bocanada de aire que tomaba allí dentro.

Sin embargo sus progenitores insistieron, especialmente su padre. Según ellos la tía necesitaba de su compañía, aunque fuese de cuando en cuando. Además esa era una ocasión especial, aunque no le dijesen el porqué. De ninguna forma podían permitir el «no» de forma sistemática. Así pues con resignación accedió.

La morada de tía Berta era tan peculiar como ella misma. La señora siempre había sido un tanto peculiar. Una mujer solitaria amante de los insectos y no tanto de las personas. Su enorme colección de escarabajos, mariposas y mantis religiosas disecadas decoraba cada rincón de las paredes. A Laura le daba la impresión de que los ojos de las criaturas poseían vida propia.

El recibimiento no fue caluroso por ninguna de las partes. Tras acomodarse, el día transcurrió lento y aburrido. Durante la cena Berta hablaba en términos casi apasionados de la elegancia y "misteriosa inteligencia" de las mantis. Era evidente que estaba obsesionada con ellas.

La joven sintió una extraña incomodidad que su tía percibió. Había algo en la mirada de Berta, en su tono de voz y en sus gestos que hacía que el vello se le erizara.

Esa noche la joven sobrina se retiró temprano. No fue capaz de conciliar el sueño porque cada sombra que cruzaba la ventana, cada crujido en la madera del suelo o cada ruido detrás de las paredes hacía que se sobresaltara.

Fue entonces cuando en el largo y oscuro pasillo vislumbró una figura que, por unos segundos, le pareció no humana. No pudo distinguirla bien, la forma desapareció como por arte de magia. Trató de calmarse, pero en el fondo, la intuición le decía que algo no andaba bien…

Al día siguiente despertó sola; su tía no estaba en casa. Al buscarla encontró en la cocina, encima de la bandeja del desayuno, una nota que decía que había bajado al pueblo y que regresaría a la noche.

Le llamó especialmente la atención un recuadro de texto, repasado varias veces con bolígrafo, donde decía que bajo ningún concepto saliese de la casona hasta su regreso. Un escalofrío le golpeó la médula espinal sin embargo intentó convencerse de que no era más que una advertencia para no perderse en el bosque…

Puesto que no tenía mucho más que hacer, comenzó a explorar la propiedad. Una vez en el exterior se acercó al cobertizo que su tía tenía al fondo de la propiedad. Antes de llegar volvió a experimentar otro escalofrío.

La puerta, siempre cerrada con candado, estaba entreabierta. Dentro se contaban innumerables herramientas de jardinería, extraños frascos sucios de colores y cajas con etiquetas que no podía leer bien.

Mientras observaba con estupor, un sonido leve y rítmico, similar al roce de una garra contra la madera, llamó su atención. Al acercarse a la zona más sombría del cobertizo vio algo extraño: una cápsula, o más bien, un cascarón. Era muy grande y estaba vacío…

Sin querer darle más importancia regresó a la casa pero a medida que avanzaba la tarde una extraña inquietud crecía en ella. Cuando el crepúsculo cayó y su tía no volvía Laura comenzó a preocuparse de verdad. El caserón, envuelto en penumbras, parecía cobrar vida. Fue entonces cuando algo enorme cruzó a través de uno de los ventanales; una silueta en el borde del bosque. Era alto, con extremidades largas y afiladas como hojas de sierra…

Los minutos se volvían eternos. Intentaba convencerse de que todo era fruto de su imaginación o cuanto menos del estado de nervios que presentaba. No era el caso porque el crujido inconfundible a madera cediendo bajo un peso enorme resonó en el piso inferior. Laura, paralizada, contuvo la respiración.

Segundos más tarde algo o alguien se arrastraba por el pasillo. Los sonidos se acercaban como la misma muerte. Intentó no moverse en demasía pero la curiosidad ganó terreno. Tenía su lógica pues debía averiguar qué estaba sucediendo. Por ende, muerta de miedo, decidió pegarse al marco de la puerta, asomando poco más que la cabeza…

¡Allí estaba! ¡Dios bendito! Una mantis religiosa gigantesca. Lo menos tres metros de alto. Sus ojos compuestos relucían como cristales bajo la escasa luz. La criatura giraba la cabeza ciento ochenta grados, escaneando el pasillo mientras movía compulsivamente sus antenas.

Laura juró ver una chispa de algo más en aquella mirada: una inteligencia sombría. La mantis la olfateaba, la sentía e incluso podía saber dónde estaba…

Al retroceder rozó un jarrón con la mano y este cayó al suelo, quebrándose en mil pedazos. En ese instante la criatura se giró violentamente, emitiendo un chasquido gutural. Fue como si quisiese articular palabras en tono humano.

La joven cerró de un portazo, atrincherándose en la habitación. Su corazón desbocado latía fuera de control. Pensó en escapar pero los pasos de la criatura retumbaban al otro lado, con lo cual no había forma de salir sin enfrentarse al engendro.

La noche se volvía cada vez más oscura. Laura calculaba sus movimientos con cautela, buscando en la memoria puntos en el caserón donde poder esconderse.

La mantis se desplazaba ágil y prácticamente en silencio, deslizándose adelante y atrás como una hoja llevada por el viento. Un cazador meticuloso, sin precipitarse, acechando, manteniendo su distancia; lista y dispuesta para lanzar sus dos terroríficas patas delanteras como dos catapultas, sin posibilidad de escapatoria.

Cuando su desesperación parecía haber llegado al límite un silencio sepulcral hizo acto de presencia. El camino hacia la libertad parecía estar despejado. Sentía que ya no podía más, que jamás podría salir bien parada de aquel maldito infierno. Sin embargo una luz de esperanza parecía haberse prendido ante ella.




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