Espeluznante -octavo acto-

Octavo acto

Le dolía la cabeza como si una estampida de caballos salvajes pasase por encima de su malograda materia gris. En aquel desconcertante lugar tanto la penumbra parcial como la humedad estaban a la orden del día. Especialmente esta segunda, agarrándosele a los huesos con enconada tenacidad. Ello lo sentía a más no poder en sus huesos, provocándole tembleques generalizados que iban desde castañeo de dientes hasta movimiento involuntario de fibras musculares.

 Alrededor de su persona el hercúleo abrazo de las sombras parecía hablar su misma lengua. Oscuridad a veces intensa y a veces clareada pero en cualquier caso devorándolo cuan oso hambriento a los salmones que van río arriba. Sin embargo quedaba resquicio para la esperanza porque sobre su cabeza la claridad del alba sumergía sus incisivos en aquella negrura maloliente. Esta tímida luminosidad no le reconfortaba demasiado, ni siquiera a pesar del buen día que parecía desperezarse. De hecho cada haz de luz se difuminaba a los pocos metros, siendo prácticamente imperceptible en la parte más honda del pozo, justo donde él se encontraba, abandonado a su suerte.

 A sus pies tierra fangosa fétida, raíces resbaladizas, hojas en descomposición y esqueletos de roedores. Calculó aproximadamente doce metros de caída y supuso, tal vez acertadamente, que seguía vivo gracias al repugnante acolchado del piso.  

 Derredor apenas distinguía tres en un burro. El pozo fuera excavado muchos años atrás, volviéndose inestable por culpa de varias galernas y dejadez absoluta en su mantenimiento. No necesitaba tener al punto sus sentidos para percatarse del espacio donde había sido arrojado como una bolsa de basura. Olía asquerosamente mal. A agua muerta, a defunción ponzoñosa y a aire viciado.

 ¡Qué bien le vendría un trago! Uno cuanto menos para entrar en calor. Sin embargo era tan inverosímil como alcanzar a pulmón el fondo marino abisal. En ausencia de alcohol sus dientes volvían una y otra vez a castañear en modo pandereta. El resto del cuerpo no se quedaba rezagado. Entumecido y lento de reflejos cualquiera juraría, viéndolo desde la distancia, que no era más que un muñeco de madera articulado. Maldecía su suerte sin dejar de otear al cielo arrinconado. Éste ocupaba apenas una porción ínfima del firmamento, dejando el resto vetado dentro de aquellas paredes circulares.  

 Algo así no podía estar pasándole. Ni por más que pidiese a gritos que todo fuese una perversa pesadilla de la cual despertaría en cualquier momento. No obstante la realidad tiene la mala costumbre de superar a la ficción. Asimismo bien sabido es que las desgracias nunca irán lo suficientemente mal como para que no puedan ir a peor. Dando fe a tan lapidaria frase por las grietas de las paredes comenzó a filtrarse agua turbia. Lentamente pero sin pausa se formó una poza fecal bajo sus pies. ¡Qué contrariedad!

 El cómo había terminado en aquel agujero inmundo quedaba soterrado en el panteón del sino, al menos por un tiempo. Pero más importante que recordarlo era encontrar la forma de salir del entuerto. Las paredes rápidamente se desmoronaban bajo la menor presión, mezclándose tierra y agua turbia en un único cuerpo grumoso.

 Sus pupilas dilatadas volvían a enfocarse en el cielo que, alzado sobre su cabeza, pasaba limpio de nubes. ¿Qué le quedaba a él? Apenas un trozo del pastel azulado saliendo a toda prisa del contorno del pozo. Algunos pájaros a ras volaban solos o en grupos de no más de tres, haciéndole ver que ellos sí volaban libres, algo que él solamente podía añorar.

 Malditos tabiques de mantequilla. Componían un muro inestable al que era muy difícil aferrarse para escalar. También podría gritar auxilio cuan niño asustado pero aquel malintencionado agujero excavado en el suelo estaría ubicado en alguna zona apartada. Tal vez una granja, esta suposición acudió expeditiva a su sesera. Tal cual supiese algo a medias, algo que no terminaba de recordar. Sí, una desmantelada y abandonada por décadas. De estar en lo correcto ¿Qué sentido tendría vociferar? A fin de cuentas la pregunta, se viera por donde se la viera, continuaba siendo la misma: ¿Cómo carajos llegó hasta allí? ¿Quién le propinó un puntapié para tirarlo dentro? ¿O se habría caído él por culpa de una mala borrachera? Analizó y estudió posibilidades habidas y por haber mas nada sacaba en limpio.

 Frotó las manos con ímpetu buscando hacerlas entrar en calor. La ropa húmeda habíasele pegado al cuerpo como una lapa, incrementando los tembleques. Pegó tres voces y tres veces el eco reverberó con voz propia...

 Aquella jodida situación era indeseable hasta para alguien como él. Volvió a echar la vista arriba conteniendo el aliento tanto como pudo. En su interior la sangre hervía cuan olla a presión a punto de reventar. Tanto así que en ese pequeño impás de dudas mortificadoras y rabia ciega se olvidó del gélido ambiente y de la peste que lo circuncidaba…

 La anchura del pozo abarcaba aproximadamente dos metros pero dada la perspectiva desde su posición lo juzgaba más estrecho. No eran pocos los lugareños que contaban historias de personas que daban con sus huesos en alguno de ellos. Con suerte encontraban lo que quedaba de esos infortunados años e incluso décadas después. El progresivo abandono del entorno rural parecía estar detrás de este tipo de accidentes. Asimismo gran cantidad de pozos se abrían de forma ilegal, sin ningún tipo de control. Una vez secos o abandonados, por la razón que fuese, sus propietarios no se preocupaban en sellarlos y ahí radica el peligro, convirtiéndose al paso de las estaciones en trampas mortales.

 Apretó los puños y no sólo para reactivar la circulación de las manos sino como muestra de cólera y disconformidad. Sin embargo debía ser más inteligente; gastar energías en lamentaciones yermas redundaría en lo mismo que plantar arroz en el desierto de Atacama. La única alternativa viable consistía en luchar por su vida y a ello se puso. Volvió a encaramarse a las resbaladizas paredes, para ello atizó con la puntera del zapato la tierra para abrir un agujero lo suficientemente profundo como para meter el pie. Inmediatamente después se agarraría a alguna raíz para impulsarse con los brazos y repitiendo estas dos maniobras alcanzar la salida. Al menos en teoría porque la práctica resultó ser harina de otro costal. No diera ni tres pasos sobre la vertical cuando el pie de apoyo se escurrió y la raíz a la que tan firmemente estaba agarrado partió, viniéndose abajo lascas de tierra húmeda, guijarros, ramas secas y él mismo, mezclándose todo con la maloliente pasta del fondo.




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