Jueves 17 de Julio de 2008
Feliciano habíase trasladado a la calle Angustias, ubicada en pleno centro del Madrid más añejo y atemporal. Sus apurados andares lo conducen al popular edificio rojo, aquél cuya afilada proa rompe imperiosa, desde hace lo menos doscientos años, el bullicio de tres calles que se patean apresuradamente; santiguándose los más preventivos. “El diablo rojo” así se lo conoce aún hoy en día, fermento de oscuras leyendas castellanas paridas por la España profunda que se aferra a supersticiones ancestrales...
En el susodicho la tercera planta concentra cuantiosas historias, las hay para todos los estómagos. Muchas de ellas fueron investigadas por diversos equipos multidisciplinares nacionales e internacionales. Sin embargo ninguno ha logrado encontrar una explicación convincente y definitiva ¿será que el edificio rojo no desea ser desentrañado?...
La espartana puerta que da a la calle recibe a cualquier entremetido, sin importar la normativa del ayuntamiento. “El diablo rojo” no hace preguntas ni pone impedimentos. Luce grabado sobre una vieja chapa de latón semidesprendida un número gastado que nadie recuerda. Los orines de los animales han cambiado la tonalidad del color de la madera. Dentro el escenario desplegado conquista consciencia propia o puede hacerlo, a cualquier hora y sin previo aviso, sobre todo en los desportillados apartamentos de la aludida tercera planta. Se desatan eventos que van dos pasos más allá del entendimiento siendo su lado más turbio las desapariciones de personas. En el mejor de los casos desaparecen sin dejar rastro y en el peor en absoluto vuelven a ser los mismos. Pobres desdichados que tomaron la decisión de cruzar el umbral de lo irracional. Fuese por la razón o razones que fuesen no les hubiese venido mal reflexionar sobre palancas y mecanismos que hacen rotar otros conceptos de mundos dentro de éste...
Por estos hechos, por la difusión televisiva y las crónicas escritas este lugar es sobradamente conocido. Desde la capital a los cuatro puntos cardinales del país y de ahí al resto del mundo. Aúna eventos variopintos y de forma más específica fenómenos relacionados con el agua y la humedad…
Feliciano, periodista de investigación y sumo aficionado a la pseudociencia. Siempre en primera línea de acción y siempre escaso de sentido común a la hora de sopesar riesgos. Aquella calurosa mañana de jueves decidiera pasarse por el edificio rojo para preparar el terreno al resto del equipo que iría al día siguiente. No serían más que un par o tres horas de trabajo. Buena excusa porque en realidad precisaba estar solo una vez más entre aquellas cuatro paredes que se negaban a llenarlo de gloria. Debía seguir con su particular cruzada, lanzando estocadas y tajos para dar con la prueba definitiva. No debe de ser sencillo pincharse en vena una obsesión y además ser el primero en hacerlo. Dogmas y discernimientos agolpados a lo largo de años investigando a pie de campo. Al igual que otros colegas de oficio habíase ganado el desprecio de muchos y el respeto de pocos.
El apartamento estaba completamente vacío y sucio, muy sucio. El olor a humedad tardaría en dejar de hurgar en las narices de Feliciano. La totalidad del edificio se mantenía cerrado, siendo el ayuntamiento el encargado de velar por la seguridad de los transeúntes y de extender permisos especiales para acceder al interior. El paso del tiempo afectaba especialmente a las paredes revestidas con escayola, a los techos de los distintos pisos y a los suelos de madera machihembrados.
Ni un solo mueble, sin puertas, sin cuadros, sin nada salvo las viejas ventanas, cerradas a cal y canto. Si pegase un grito el eco multiplicaría por tres su voz. La negrura y el penetrante hedor invitaban amablemente a pegar media vuelta… mas no a él. Aquellas cuatro paredes mal aplomadas parecían más una bodega que un deplorable apartamento.
Feliciano prendió el foco portátil de batería antes de proceder a abrirlas. Una tras otra rechinaron como gargantas secas implorando agua. Los ecos de la calle penetraron avivadamente para lanzarse entre los recovecos de paredes divisorias y muros de carga. Pronto salieron espantados, escabulléndose por las estrechas calles del barrio.
Allí estaba el singular objeto de estudio, aquel lamparón maligno al que el equipo al completo metería mano el viernes a primera hora. Culpable de la locura de unos y de la desaparición de otros. Una gran mancha de humedad marcada sobre una de las paredes de la sala. Vulgar, fea y áspera a ratos empero siempre turbadora. Nada hay de normal en la misma ¡qué va! Su sola presencia tira por tierra cualquier credo. Mucho se ha discutido sobre el fenómeno, bautizado por algún lumbreras como “la mancha”. Su composición concreta se desconoce a día de hoy.
Feliciano la contemplaba como tantas veces había hecho en los últimos años. Dos semidioses en calma tensa, observándose, calibrando fuerzas. Si parpadeaba más de la cuenta podría perder la oportunidad de contemplar algo distinto a lo de siempre. Y es que ya se sabe, son los pequeños detalles los que marcan diferencias. Para él, aún sabiendo que muchos no lo entenderían, su trabajo y su pasión alcanzaban la misma importancia que la mano incorrupta de un santo mártir para la iglesia.
Se sentía reconfortado por la calurosa luz que accedía al interior, dejándose acompañar de una suave brisa que purificaba el interior, viciado. El sol avivaba su rostro curtido en la calle, buscando la noticia de su vida que parecía no llegar. Curiosamente los haces de luz creaban juegos de luces discontinuas irradiadas sobre el polvillo latente. El susodicho revoloteaba por doquier hasta abrazar el suelo como gotas de lluvia otoñal.