Antonio poseía una habilidad extraordinaria para poner, si quisiese, el mundo a sus pies. Más que habilidad podría denominarse poder. Algo a todas luces difícil de encajar en los invariables razonamientos científicos. Por ello lo guardaba celosamente como oro en paño.
Tal habilidad o poder, llámeselo como guste, consistía en hacer suya cualquier cosa que saliese por televisión, cualquiera; fuera lo que fuese y en el lugar que estuviese. Sin moverse de casa, sin llamar a ningún número y por supuesto sin tener que pagarlo. Algo así sólo podía ser cosa del maligno mas ciertamente nada tenía que ver con el azufre y sus acólitos. Hasta los corros de viejas se santiguarían temerosas pues una cosa así no podía estar bendecida por el Vaticano.
Recurrir a supersticiones es la forma más directa para justificar lo que de otra forma no podríamos argumentar. Es tan inútil como buscar el porqué a cualquier circunstancia, hecho o suceso que no comprendemos por más que nos lo expliquen. Así es y ya, a otra cosa ¿para qué marear la perdiz? ¿Cómo terminó adquiriendo semejante don? Quien sabe, tal vez ni él mismo lo supiese.
El proceso para conseguir cualquier cosa de tan descomplicado hasta parecía un simple juego de niños. Pero de timo o cuento chino nada de nada, constantemente funcionaba sin margen al error. Primero alargaba el brazo hasta que éste quedaba completamente extendido. Luego apoyaba la palma de la mano sobre la pantalla e inclinando la cabeza hacia abajo, unas veces con los ojos cerrados y otras no, susurraba un puñado de palabras.
Pensaba intensamente en ese objeto de deseo, centrando todos sus esfuerzos mentales en él. Como por arte de encantamiento la mano se hundía lentamente en la pantalla, por lo regular pausadamente, como quien evita salpicar mientras vierte alubias en una olla. Partiendo de la punta de los dedos una hipnótica luz azul llenaba durante un par de segundos la sala. Agarraba sin más el objeto en cuestión. Era como si su brazo se hubiese transportado hasta allá, rompiendo el lógico disponer de las distancias espaciales. Después deshacía los pasos dados y allí lo tenía, el deseo de marras en la palma de su mano…
El caso es que un día lo bueno se terminó. Todo por culpa de un documental de apenas una hora de duración que detallaba, con todo lujo de detalles, series de objetos supuestamente maléficos a cada cual más surrealista. Formaban parte de la amplia colección de un sacerdote experto en exorcismos. Unos coleccionan sellos y el padre Aurelio hacía lo propio con cuanta aberración maligna caía en sus manos.
Antonio quedó prendado desde el minuto cero, fue lo más parecido a un flechazo y la certera flecha habíale pegado en pleno pecho. Cautivado por aquel pequeño monigote encerrado en una urna de metacrilato éste parecía implorarle atenciones. El sacerdote ni siquiera lo había mentado durante la grabación, ni en los previos, ni siquiera después en tono más desenfadado. O bien era algo netamente simbólico o carecía de la maldad suficiente como para perder tiempo en él…
Nuestro protagonista principal no podía saberlo empero ya tenía esa mirada perdida que otros antes que él habían mostrado y al igual que ellos también el alma atrapada por mediación de algún potente hechizo. No necesitaba clases magistrales de figuras paganas ni de malicias liberadas por no se sabe quién ni con qué oscuras intenciones. La atracción por aquel muñeco contrahecho, pequeño y deforme falto de piernas y brazos era tan fuerte como la atracción lunar que sufren las olas del océano.
No se lo pensó ni menos le dio dos vueltas. Puso en práctica su poder pues aquel objeto debía ser suyo a cualquier precio y así fue, puso en práctica su ritual por última vez. Extendió el brazo antes de tocar la pantalla con la palma de la mano bien abierta. Al documental no le quedaba mucho para concluir. Los últimos minutos giraban sobre un tótem del Brasil y una estrambótica figura de porcelana china con forma de cisne. Tanto el uno como el otro hubiese sido mejor tirarlos al retrete y tirar, valga la redundancia, de la cadena evitando así males mayores. ¿Qué diría el padre Aurelio al respecto? ¿Estaría de acuerdo con tal argumento o por el contrario la mejor localización era aquella sala de lo macabro?...
Antonio ignoró al supuesto charlatán vestido de negro y alzacuellos. Tenía la piel muy fina, blanca como la leche y claro, una Biblia en la mano derecha que izaba como una bandera a cada rato. Sin embargo Antonio fue a lo suyo, no tenía cuerpo para boberías ni supercherías así pues inclinando la cabeza proyectó en su mente la imagen del monigote. Su mano abierta como flores en primavera comenzó a traspasar la pantalla extraplana. La consabida luz azulada iluminó brevemente la sala de estar antes de expirar. Hasta ahí la cosa marchaba según lo aguardado sin embargo por alguna razón se detuvo. Se le habían puesto los ojos como platos, los dos...
Algo empezó a salirse de madre y enseguida lo advirtió. Parecía haber perdido el control de los hechos y por ende tanto concentración como control mental resultaban estériles. Su don fallaba estrepitosamente debido a algún tipo de fuerza desconocido que para más horror comenzara a tirar de él bruscamente. Irremediablemente era engullido de forma literal por su propio aparato de televisión. Poco a poco su cuerpo fue absorbido como si una legión de hormigas lo despedazase para transportarlo al hormiguero. En un santiamén tenía medio ser atrapado dentro del televisor y el otro medio afuera, golpeando con los pies el suelo para ver si podría arrastrarse hacia atrás...
Estampa digna de la mejor película que mezcla en la misma producción ciencia ficción y terror. Un moderno televisor de plasma, igual a cinco más que guardaba en el desván, tragando a una persona. Al siguiente anuncio sólo restaban sus pies por desaparecer…