Dos esqueletos van a paso ligero por la calle, cuesta abajo, y uno se siente tan bien cuando camina cuesta abajo… Sus huesos emiten peculiares sonidos que taladran las meninges de quienes con ellos se cruzan. Dos conocidos desprovistos de chicha marchan diligentes y resolutivos, dejando tras de sí estupor e incredulidad además de la firme convicción de que, indudablemente, aquello no es más que una broma de trasnochados.
A mediados de verano el día muere lentamente entre los picos del horizonte, dejando paso a la noche impaciente. Los huesudos como llevados por un cometido inexcusable se acercan a la pesada tapa de alcantarilla, ésta se ubica entre las calles Serrano y Zamora. Seguidamente y sin importarles el revuelo generado proceden a retirarla, corriéndola a un lado. El patoso al cargo, doblado por el esfuerzo, no se percata de que ha pillado el pie al otro. Éste, a modo de reprimenda, le propina tal coscorrón que a punto está de descoyuntarle el cráneo.
Descienden cuan hábiles y curtidos montañeros. No necesitan cuerdas ni mosquetones ni nada parecido. Los acalorados transeúntes no salen del estupor ¿cómo pueden lograr efectos especiales tan reales? Los sabihondos de turno lo tienen meridiano: se trata del rodaje de un corto de miedo o en su defecto un agresivo spot publicitario. Por último los hay que ven en aquel rebumbio la típica broma de cámara oculta…
A los dos descarnados les importa cero tales minucias. Bajan a lo largo del tramo oxidado de escalera, anclada con pernos mohosos a la boca vertical de hormigón. Los efluvios amontonados a lo largo de la misma tratan de alcanzar la calle, contaminando cuanto tocan. Una vez abajo y tras pisotear aquellas sucias aguas ambos se adentran por un segundo túnel, reforzado con bastas piedras de granito. En este punto la luz escasea, dejando paso a claroscuros que abarcan incontables metros. De ahí en adelante penumbra casi total.
Las ratas, sorprendidas en sus ocultos quehaceres, exponen su faceta más agresiva. No es para tomarlo a broma porque se cuentan por cientos. Dantesco espectáculo vislumbrar tal ejército de roedores hambrientos; portadores de enfermedades y mal fario. Se proponen morderles los pies, ensañándose sin piedad mientras otras, apelotonadas sobre sus compañeras, hacen lo propio con las piernas. Al no arrancar ni un solo gramo de carne se crispan aún más. Pelean entre ellas salvajemente, creando tal montonera que muchas terminan cayendo al canal fecal, muriendo ahogadas.
Flota toda clase de desechos, mayormente irreconocibles, sobre estas aguas turbias e insanas que discurren bajo la ciudad. No obstante nada de eso importa al par de intrépidos huesudos. Equipados de serie con penosas osamentas y provistos de ligeros andares van a lo suyo, sin vacilación de ninguna clase. El tiempo, medible a escala humana, no tiene mayor relevancia para ellos…
Intermitentemente llegan desde los túneles rachas de aire gélido como contrapunto al ardor sofocante preponderante. La humedad tampoco concede gracia, bastándose sola para trillar hasta los huesos más duros. Mas ¡están muertos! Lo están desde hace décadas. Seamos pragmáticos; los difuntos no sienten ni padecen y los esqueletos todavía menos…
A lo largo de los corredores convergen más galerías infestas, tocándose entre sí pero sin llegar a cruzarse. Los distintos túneles tienen una primera parada en una gigantesca arqueta pétrea; tan sucia, maloliente y asquerosa como basureros ilegales a cielo abierto. Da cabida a ingentes cantidades de residuos, arrastrados hasta allí por la fuerza de aquella marea repugnante. Los esqueletos no recuerdan la profundidad de las aguas así que caminan pegados a la pared. ¿Habrá caído alguno en anteriores expediciones? ¡Qué mala memoria! Seguramente sí. Sin embargo, aún en el peor escenario, no pueden ahogarse por tanto… ¿importa?
Entretanto el que va detrás toca el hombro del caminante adelantado. Éste se gira para escudriñar el punto indicado. Asiente, sin pronunciar palabra alguna ¡cierto, no tienen boca! Prosiguen hasta desviarse por una bóveda más baja y estrecha. Aquí el agua fecal deja paso a toda clase de criaturas que a modo de mecanismos de cuerda y resorte se agitan por doquier. Incontables patas; infinidad de exoesqueletos, cientos de pares de antenas, sinfín de pinzas amenazantes e indocumentados bichos se pierden entre las junturas de las piedras.
Deambulan horas por aquel entorno insalubre, comparable a una batidora inmunda excretando desperdicios licuados. Cuentan con ello porque no es la primera vez que lo hacen ni mucho menos será la última. Por la razón que sea esto último sí lo recuerdan. ¡Vaya par de diablos! A vuelta y vuelta como dos filetes excesivamente hechos, dejados de la mano de Dios en las cloacas de la metrópoli. Y no obstante persisten en sus trece. Carece de sentido presentar batalla cuando está perdida de antemano. Si bien pocas cosas tienen razón de ser o de dejar de serlo cuando entran en liza fuerzas insondables.
Como cada noche, a base de tesón y cabezonería alcanzan aquello a por lo que han venido. Ante ellos florecen con meridiana claridad ¡qué goce místico! Lustrosos y poderosos cuan emisión de rayos gamma. Sí, ahí aguardan ¡qué belleza observarlos entre tanta decadencia!…
Esporádicamente el calor y la humedad son relevados por pertinaces e incómodos soplos gélidos. Al par de dos no les afecta en demasía ya que carecen de carne y piel. Del mismo modo escasea el oxígeno limpio, acumulándose gases irrespirables. Obviamente no les inquieta porque tampoco tienen pulmones…
Ciertamente allí siguen y seguirán. Dos cadáveres incorruptos que yacen sentados en el suelo, apoyados contra la pared y mirando al piso. Nada los perturba y nada los sustrae del sueño eterno. Se conservan como el mismo día de su asesinato…
Los esqueletos se miran, vislumbran a medias y a medias recuerdan esbozos de sus vidas pasadas. Tal cual fuesen autómatas programados para ello proceden a ocuparlos; cada uno el suyo, cerrando carne y piel sobre sus huesos con cremalleras invisibles.