El comienzo del fin
Todo comenzó en noviembre de 2019. Las cosas en el mundo no iban tan mal. No había conflictos importantes, ni guerras. La humanidad parecía posicionarse sobre el planeta sin peligro para su futuro como especie. Incluso su voraz consumo de recursos no aparentaba un problema a largo plazo con su cada vez más acelerado desarrollo científico-tecnológico. Pero ese fin de año, aún no sabemos si como resultado de nuestra arrogancia o simplemente una revancha de la naturaleza, una nueva enfermedad asoló el mundo entero. Aquel virus despertó miedos ancestrales olvidados por nuestra especie. Cientos de millones se resguardaron en sus casas por temor a la Parca, recurriendo al confinamiento más extenso de la historia conocida de la humanidad.
Todo el mundo clamaba por una cura, una vacuna… Y fueron complacidos.
Así comenzó la inoculación más extendida en la historia de la humanidad. Con el pasar de los años la enfermedad se retrajo y la humanidad olvidó el confinamiento, la desesperación y el miedo. Comenzó a consumir desenfrenadamente, a viajar, a divertirse. Parecía que no había nada ni nadie en el universo que pudiese detenerla. Nunca había estado tan equivocada.
El tsunami informativo ocasionado por la pandemia opacó, un hecho significativo ocurrido ese año 2019. Pasó casi desapercibido. Nuestro sistema solar por segunda vez, en apenas dos años, fue visitado por un “objeto” proveniente de más allá de nuestras fronteras, algo de verdad inusual. Está vez se trataba de un cometa al que bautizaron Borisov.
Aún con su sutil aparición, Borisov recordó a algunos un suceso similar, ocurrido el 19 de octubre de 2017 cuando el telescopio STARRS1, del observatorio Haleakala en Hawai, detectó un cuerpo celeste, habiendo ya superado su perihelio pasando entre Mercurio y el Sol. Lo bautizaron “Oumuamua”. Curiosamente, en lengua local aquello significa “mensajero de lejos que llega primero”. Ignoraban lo premonitorio de ese nombre.
A partir de ese momento fue monitoreado a medida que comenzaba a alejarse de la Tierra y levantó infinidad de debates acerca de la naturaleza de su origen, en parte por su geometría inusual, que recordaba un enorme… habano. Hubo algunos osados que se atrevieron a sugerir que pudiese tratarse de una sonda de procedencia alienígena que venía a contactarnos o simplemente a buscar información acerca de la vida en nuestro sistema solar.
Al final, Oumuamua continuó su camino, y las especulaciones más osadas, como aquella sobre su procedencia alienígena, quedaron para salones de lectura, lejos de los centros de investigación.
Todo quedó sofocado por el enorme ruido generado por la pandemia. Los medios no tenían otro tema que no fuese el virus y cuántos habían fallecido ese día.
Esa indiferencia nos costaría muy cara pocos años más tarde.
Fue sólo hasta el 2024, cuando un joven astrónomo, obsesionado por el fenómeno Oumuamua, después de cientos de horas de observación hizo un hallazgo inquietante. Desde la posición de Mercurio, una muy clara señal de radio salía disparada en la dirección de dónde provino Oumuamua. En apariencia, se trataba de cortos racimos de datos modulados en frecuencia que se repetían exactamente cada tres segundos y duraban, un milisegundo. Revisó las lecturas varias veces obteniendo siempre el mismo resultado. Tanta regularidad no podía ser casualidad. Aquello debía ser informado a toda la comunidad científica, de inmediato.
Las próximas investigaciones dieron con un hallazgo sorprendente. Bajo la lupa científica, aquella señal de radio se originaba cerca de Mercurio, no desde él. Eventualmente se llegó al consenso de que aquello debía ser un dispositivo dejado por Oumuamua al pasar por nuestro sistema solar y desde entonces había estado transmitiendo un mensaje a casa. Su casa.
Todo el mundo científico entró en ebullición. Por fin tantos años dedicados a la búsqueda de vida inteligente en el espacio habían dado sus frutos. Era imperioso descubrir hacia donde estaba dirigido ese mensaje y tratar de descifrarlo para estar preparados en caso de requerir una respuesta.
En ese momento, ninguno de los soñadores que pasaron sus vidas esperando un primer contacto, se preguntó: ¿Por qué una civilización avanzada habría dejado un artefacto llamando a casa en lugar de comunicarse directamente con nosotros?
Si sus intenciones eran encontrar vida inteligente, lo lógico debería haber sido contactarla, usar el dispositivo para comunicarse con el nuevo vecino.
Pero no, ninguno se hizo esas preguntas. Por el contrario, al poco tiempo que se logró descifrar el mensaje y entendimos que estaban comunicando nuestra ubicación, lo primero que se nos ocurrió fue comenzar a enviar, sobre la misma frecuencia y en la misma dirección, un mensaje con una invitación y detalles sobre nuestra biología y grado tecnológico.
Ilusos. ¡Les entregamos las llaves de nuestra casa a unos desconocidos!
Pasaron los años y nuestros mensajes nunca recibieron respuesta. Alguno hipotetizó que la señal tardaría cientos de años en llegar a destino y otros tantos para retornar. Por lo tanto serían nuestros descendientes quienes se comunicarían con ellos.
Así que todo quedó archivado y a la espera de esas generaciones futuras.
Mientras, la humanidad siguió con sus altibajos: pandemias, hambrunas, desarrollo tecnológico, vacunas inteligentes, más pandemias. Finalmente con una población atemorizada, los diferentes gobiernos lograron el sueño de poner en marcha un gigantesco programa para la centralización de datos de cada ser humano en el planeta. Con la ayuda de los avances en nano tecnología se crearon micro dispositivos que fueron implantados en cada ser humano. Las enfermedades pasaron a ser un mal recuerdo. El futuro era prometedor. Se logró contener el crecimiento demográfico y casi como por arte de magia la población comenzó a decrecer. Las nuevas medidas adoptadas para combatir las pandemias habían prácticamente esterilizado todo el planeta. Ya no había virus o bacterias, haciendo casi innecesario nuestro sistema inmune.