𝒀𝒂 𝒎𝒆 𝒄𝒓𝒆𝒄𝒊𝒆𝒓𝒐𝒏 𝒎𝒊𝒆𝒅𝒐𝒔 𝒒𝒖𝒆 𝒏𝒖𝒏𝒄𝒂 𝒆𝒅𝒖𝒒𝒖é
𝒀 𝒎𝒆 𝒔é 𝒍𝒂𝒔 𝒓𝒆𝒔𝒑𝒖𝒆𝒔𝒕𝒂𝒔 𝒑𝒐𝒓 𝒏𝒐 𝒑𝒓𝒆𝒈𝒖𝒏𝒕𝒂𝒓
𝒀𝒂 𝒔𝒆𝒏𝒕í 𝒄𝒐𝒎𝒐 𝒏𝒂𝒅𝒊𝒆 𝒄𝒖𝒂𝒏𝒅𝒐 𝒕𝒖𝒗𝒆 𝒆𝒍 𝒃𝒊𝒆𝒏
𝒀 𝒍𝒍𝒐𝒓é 𝒄𝒐𝒎𝒐 𝒕𝒐𝒅𝒐𝒔 𝒄𝒖𝒂𝒏𝒅𝒐 𝒂𝒍𝒈𝒐 𝒔𝒆 𝒗𝒂
𝑵𝒂𝒅𝒊𝒆 𝒕𝒆 𝒆𝒏𝒔𝒆ñ𝒂 𝒂 𝒔𝒆𝒓 𝒇𝒖𝒆𝒓𝒕𝒆 𝒑𝒆𝒓𝒐 𝒕𝒆 𝒐𝒃𝒍𝒊𝒈𝒂𝒏
𝑵𝒖𝒏𝒄𝒂 𝒏𝒂𝒅𝒊𝒆 𝒒𝒖𝒊𝒔𝒐 𝒖𝒏 𝒅é𝒃𝒊𝒍 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒄𝒐𝒏𝒇𝒊𝒂𝒓
𝑵𝒂𝒅𝒊𝒆 𝒕𝒆 𝒆𝒏𝒔𝒆ñ𝒂 𝒍𝒐𝒔 𝒑𝒂𝒔𝒐𝒔 𝒆𝒏 𝒖𝒏 𝒎𝒖𝒏𝒅𝒐
𝑸𝒖𝒆 𝒕𝒆 𝒐𝒃𝒍𝒊𝒈𝒂 𝒄𝒂𝒅𝒂 𝒅í𝒂 𝒂 𝒑𝒐𝒅𝒆𝒓 𝒍𝒆𝒗𝒂𝒏𝒕𝒂𝒓𝒕𝒆 𝒚 𝒄𝒂𝒎𝒊𝒏𝒂𝒓.
𝑩𝒆𝒓𝒆𝒕.
(Ojalá nunca te abracen por última vez)
De pequeña solíamos ir de vacaciones de verano siempre al mismo sitio, eran de esos viajes organizados con anterioridad, con toda la familia, abuelos, tíos y primos. Eran verdaderas aventuras por las que esperábamos todo el año. Cada día de esas vacaciones, siempre que el tiempo acompañaba, disfrutábamos de los atardeceres en la playa y con aquella costumbre, comencé a tomar como pasatiempo el observar detenidamente el horizonte, ahí donde parecía que el mar y el cielo se unían y lo que parecía el final en realidad era solo el comienzo de un infinito.
Recuerdo todavía como si fuese hoy la plática que tuve con mi abuelo sentados los dos en la arena, tocando la orilla con la punta de nuestros pies.
- ¿Ves allí dónde parece que el mar acaba y comienza el cielo hasta arriba muy alto? – Asentí observando donde me señalaba. Tenía apenas 7 años. – Allí en verdad todo continúa sin que podamos llegar a verlo desde aquí. Es como si fuera parte de una ilusión óptica lo que tenemos frente a nuestros ojos.
- ¿Hasta dónde, tata? ¿Cuánto más llega? – Pregunté curiosa, como solía ser.
- Infinito, Catita. Ante nuestros ojos es infinito hasta donde continua. Parece que acaba pero no lo hace. Es maravilloso.
- Woooooow. – Alucinaba siempre con las historias o curiosidades que el abuelo contaba.
- Así de infinito es mi amor por ti, al igual que por tus primos.- Dijo después de unos segundos en silencio. Podía recordar perfectamente que en ese momento, al escucharlo, me habían dado unas ganas tremendas de llorar.- Siempre que creas que mi amor llegó hasta un tope recuerda que será solo una ilusión para tus ojitos. Porque nunca jamás podrás ser consciente de cuánto te amo.
- Te amo, tata. Hasta el infinito del horizonte. – Respondí y me escondí en el hueco de su brazo para abrazarlo fuerte.
Desde la ventana del avión podía observar el mar debajo nuestro, el mismo mar que de niña observaba con interés, intentando encontrar ese punto donde cortara la ilusión de mis ojos. Y aunque nunca lo lograba, me gustaba no hacerlo, porque entendía que no acababa, igual que el amor que uno siente por sus seres queridos, nunca acaba.
Las palabras de papá volvieron a mi memoria con todos aquellos recuerdos, provocándome la misma sensación de desesperación y vacío que cuando las había escuchado algunas horas atrás:
“Mamá tuvo un accidente cerebrovascular, Lina. Está muy grave y los médicos no saben si podrá superarlo...”
Desde ese preciso momento no había dejado de rezar. Yo sabía por experiencia propia que para Dios no hay imposibles así que intentaba aferrarme a eso, a mis creencias y a todo lo que mamá siempre me había inculcado con tanto amor.
Suspiré con tristeza limpiando mi mejilla con el pulgar, acurrucada en mi sitio y mirando por la ventanilla a punto de aterrizar en Montevideo. Estaba impotente pero esperanzada, deseando llegar para verle y hablarle. Deseando llegar para acompañar a papá, su compañero durante toda la vida. Me ponía en su lugar y me volvía a romper en mil pedazos. Y de solo recordar el tono de su voz quebrada al llamarme, las ganas de llorar volvían a aflorar en mi.
Dios, aquellos días estaban siendo una catarata de pruebas, una detrás de la otra, sin descanso ni tregua. Podría aplicar ahora mismo a la perfección esa frase famosa que reza: “paren el mundo que me quiero bajar” así mismo me sentía.
Y el cuerpo lo notaba, porque poco a poco comenzaba a pasarme factura por todo el estrés acumulado. Durante el vuelo de Madrid hasta la escala de Río, me descompensé necesitando de algunos cuidados especiales para no volver a hacerlo. La tensión me bajaba abruptamente cuando me encontraba muy mal y si sumado a mi estado anímico le agregaba el hecho de llevar más de un día entero sin dormir, era cartón lleno.
La llamada de papá me había tomado desprevenida y desvelada mientras esperaba a Julia de su trabajo, y a partir de ahí todo fue más caos de lo que ya era. Armé la valija en un segundo, comprobé que todos los documentos estuviesen en el sitio correspondiente y salí sin mirar atrás en dirección al aeropuerto.
A Dios gracias que había encontrado vuelo pronto. No quería imaginar lo que hubiese sido tener que esperar demasiado tiempo para poder salir con destino final a Uruguay. Además de la incertidumbre por lo que sucediera con mamá, el estar en el aeropuerto solo me había transportado a él, a nuestro primer encuentro allí, a sus ojos y esa sonrisa socarrona que tenía.
Es cierto que mis fuerzas y mis pensamientos estaban todos puestos en mamá, aún así, no podía mentirme a mi misma, una parte de mi corazón aún latía con tristeza por lo mucho que necesitaba a Gael, todavía más en momentos así.
***
El aroma a mi amada ciudad me pegó fuerte una vez que salí del aeropuerto en busca de un taxi que me llevara directamente al hospital. El intenso calor de verano en pleno febrero también me había dado de golpe. Venir del invierno duro de España y dar de lleno con las pesadas temperaturas de aquí no eran recomendables para nadie.
Me quité el jersey por la cabeza para apaciguar así el calor y lo anudé a mi cintura para quedar con las manos libres y preocuparme solo por empujar la valija hasta el maletero del taxi. Un chico de no más de 25 años se encargaba de controlar las largas filas de personas que se armaban para esperar subir a uno. Cuando llegó mi turno me saludó de manera cordial y le sonreí sin ánimos, le dejé la propina que tenía a mano y me subí en el auto indicándole al chófer hacia dónde íbamos.