𝑴𝒊𝒓𝒂 𝒉𝒂𝒄𝒊𝒂 𝒆𝒍 𝒄𝒊𝒆𝒍𝒐
𝑩𝒂𝒋𝒂 𝒍𝒂 𝒈𝒖𝒂𝒓𝒅𝒊𝒂
𝑸𝒖𝒆 𝒑𝒂𝒔𝒆 𝒍𝒂 𝒕𝒐𝒓𝒎𝒆𝒏𝒕𝒂
𝑸𝒖𝒆 𝒏𝒐 𝒆𝒔𝒕á𝒔 𝒔𝒐𝒍𝒐
𝑸𝒖𝒆 𝒆𝒔𝒕á𝒔 𝒅𝒆 𝒆𝒔𝒑𝒂𝒍𝒅𝒂𝒔
𝒀 𝒏𝒐 𝒕𝒆 𝒅𝒂𝒔 𝒏𝒊 𝒄𝒖𝒆𝒏𝒕𝒂.
𝑳𝒆𝒊𝒗𝒂.
No sabía a lo que las personas se referían cuando hablaban de tener el corazón roto. Siempre me había resultado dramático y exagerado escucharlo. Solía ser una persona positiva, rescatando de la vida siempre algún motivo suficiente para estar bien. Nada era demasiado grave para sentirse roto. Quizás por eso fue necesario que pasara por esto, para entender y empatizar con sentimientos de los que antes me reía. Llegó el momento en el que fue mi corazón el que se rompió y podía decir que Lina lo había hecho, que enamorarme no había resultado tan bonito como esperaba, pero me estaría mintiendo a mí mismo. Yo mismo había sido la primera persona en romperme el corazón. Yo mismo decidí romperme por completo al alejarme de ella, yo decidí no luchar más y bajar los brazos. Y cuando tuve una luz de esperanza, suficiente para comenzar a juntar todos esos pedazos e intentar unirlos, ella se va, ella se va y yo, cobarde e inseguro, decido que lo mejor es dejarla ir. Al final eso había pedido, que no la buscara. Y Lina no era la típica chica que te dice un no, pero siente un sí. Ella era auténtica y natural, sin rodeos y sin dramas. Era sincera y directa. Ella me buscó, me llamó y me esperó. Hasta que el destino o Dios le había obligado a irse, haciendo eso que quizás nunca se hubiese animado a hacer si no pasaba algo como lo que su mamá estaba atravesando.
Julia me había llamado a diario para contarme todo lo referente a Carmen. Y claro está, yo había intentado preguntarle en varias oportunidades sobre Lina, pero mi prima se iba por la tangente, esquivando y eludiendo las respuestas que esperaba a cada una de mis preguntas.
Fue con la primera llamada únicamente donde me increpó cuestionándome directamente el porqué de mi actitud. Según ella lo que esperaba de mí era que me tomara el siguiente vuelo a Uruguay sin pensarlo ni un segundo. Pero después de todo lo que habíamos pasado yo sabía bien que no podía hacer eso. Quería estar con ella, quería acompañarla, y no había un segundo del día donde no la tuviera en mis pensamientos. Pero de la misma forma que quería todo eso, también quería hacerlo bien y esta vez en mi cabeza había más dudas que certezas sobre lo bueno que podía llegar a ser yo para su vida, así que hice solo aquello de lo que me sentí seguro a partir de ese momento.
El día que me enteré que Lina se había ido hice lo primero que me dio seguridad: volví a casa. Tomé el primer tren que me dejaba en Pamplona y me fui. Sin equipaje, sin documentos, sin nada. Llevaba lo puesto y algo de dinero que tenía encima.
Cuando llegué me llevé la sorpresa de no encontrar todo el alboroto que esperaba. Nuestra casa siempre estaba repleta de gente, entre integrantes de la familia, amigos, trabajadores y hasta socios de papá. Nunca había silencio y soledad. Aquella tarde, sin embargo, casi nadie andaba por allí. Y digo casi porque fue mamá la que salió a recibirme en cuanto sintió el ruido del motor del taxi que me había llevado desde la estación del tren.
No dijo nada al verme, no se sorprendió, ni me pidió explicaciones. Solo se acercó a mí y me abrazó de la misma manera en que lo hacía cuando era pequeño y llegaba de la escuela con mala cara. Según ella, eso no pasaba sin motivo alguno, puesto que era un niño alegre y risueño. Así que cuando venía con esa extraña actitud, lo primero que recibía de ella era ese abrazo de contención diciendo sin palabras un “aquí estoy, no pasa nada”. Esas mismas palabras sentía que me repetía en ese momento donde no necesité más que aquel abrazo.
Al tercer día en casa, sin haber dado explicaciones aún por mi repentina llegada, mamá por fin decidió que ya era hora de hacer su papel de madre metiche. Y se lo agradecí.
Llevaba lloviendo todo el día, papá aún no había regresado a casa de su viaje de negocios. Aparentemente estaba en la búsqueda de nuevos inversionistas para futuros proyectos que no me llegaron a mencionar. Yo estaba cansado, mentalmente cansado, y me había pasado el día tirado en el sofá de la sala principal, frente a la chimenea ardiendo en un fuego intenso que ayudaba a calentar el ambiente.
- Creo que te di suficiente espacio para que acomodes tus ideas. – La voz dulce de mi madre me trajo a la realidad.
Rodeó el sofá desde atrás hasta llegar a donde yo estaba y con una señal de su mano me hizo darle espacio para tomar asiento y así poder recostar mi cabeza sobre sus piernas.
Me quedé en silencio durante varios segundos, observando con detenimiento las llamas del fuego, sintiendo el calor que desprendía. Qué loco era que algo que te da confort y que es necesario para poder atravesar días tan fríos, se pudiera volver peligroso si uno se acercaba de más. En aquel momento me sentía así, como el fuego. Quería cuidar a Lina y resguardarla, pero sabía y sentía, especialmente, que si la tenía demasiado cerca o donde tocara esa delicadeza que desprendía su forma de ser, la podía llegar a lastimar demasiado, tanto que la sola idea de pensarlo me volvía loco. Al mismo tiempo la amaba, la amaba de una manera que no sabía si podía considerarse normal. ¿De verdad hay personas que viven toda su vida sin conocer lo que es el amor? Si de algo estaba seguro hoy, era de que a pesar de lo difícil que podía haberse puesto todo, a pesar de no saber cómo acabaríamos, agradecía a ese Dios del que ella tanto me hablaba, por haberla puesto en mi camino y de esa forma hacerme conocer el amor.
Hoy entendía que el amor no se mide con esfuerzos, el amor tampoco es egoísta porque de ser así yo estaría corriendo detrás de ella. El amor es desearla tanto pero saber que sí estoy cerca suyo puedo lastimarla, entonces espero desde lejos, entendiendo que Lina no es una chica como cualquiera y justamente por eso merece toda mi entrega. Amarla hasta entregar mis propios deseos a cambio de que ella esté bien y sea fiel a sus principios. Así la amaba.