Carter Mayer dejó la reunión en la que participaba como oyente en industrias Mayer como si se lo llevara el mismísimo demonio.
Estaba tan furioso por lo que acababa de escuchar que, ignoró los gritos de sus abuelos que le pedían que se detuviera y razonara, y se escabulló por los pasillos luminosos, maldiciendo entre dientes mientras, ante sus ojos, veía todo eso que nunca sería suyo.
Industrias Mayer le correspondían por derecho, o eso era lo que él creía, pero sus abuelos acababan de informarle que, no podría tocar ni un solo centavo si no les brindaba un heredero, nacido dentro de un matrimonio legitimo.
Cuando salió lleno de furia, sus trabadores se alborotaron y se alejaron; su conductor se irguió para saludarlo.
—Señor Mayer, ¿a dónde lo llevo? —preguntó el conductor, nervioso al percibirlo tan exaltado.
—No lo sé —respondió queriendo llorar y gritar—. Solo conduce —ordenó y se montó en la parte trasera de su lujoso coche para desaparecer.
Sus abuelos no tardaron en aparecer por las puertas dobles cristalizadas, pidiéndole que se quedara y que conversaran, pero Carter no estaba dispuesto a razonar con tan anticuadas creencias y decidió partir, aun cuando eso significaba perderlo todo.
El conductor dio vueltas por las grandes manzanas de Nueva York hasta que Carter le pidió que aparcara frente al edificio que él llamaba hogar.
Había vivido allí desde que tenía memoria.
En Billonarie Row, en su pent-house en una torre de cuatrocientos metros de altura. Allí vivía él, en la altura, rodeado de nubes y admirando al resto del mundo desde lo alto, pero en total soledad.
—¿Gusta que lo espere, señor? —preguntó el contutor, creyendo que, por la tarde, regresaría a industrias Mayer.
Carter se detuvo antes de abrir la puerta y negó cabizbajo.
—Tómate el día libre, Scott. —Le regaló una fingida sonrisa en la que Scott encontró pesadumbre y, aunque trabajaba para él desde que era un adolescente, en ese momento, fue cuando más vacío y solitario lo sintió.
—Claro que sí, señor —le respondió Scott con alegría y se bajó rápido para acompañarlo hasta la puerta de su edificio.
Scott y Carter se miraron brevemente y, tras entender que, no había mucho que decir, Carter se perdió en el fondo del distinguido edificio Steinway Building.
En la privacidad y soledad de su pent-house, Carter se plantó frente a los cristales largos que recubrían todo el lugar.
Manhattan apenas se distinguía por la gran altura y admiró el cielo celeste y gris por largo rato, mientras recordó a sus padres en vida.
Los extrañaba, eso no se podía negar, pero solo porque ellos jamás le habrían demandado una condición tan estúpida para nombrarlo el dueño totalitario de industrias Mayer.
Quiso comer algo, pero cuando escarbó en su nevera, no encontró nada que pudiera calentar.
Le urgía una sopa tibia o un poco de trucha asada con un puré de patatas y variedad de quesos.
Se preparó para salir, aun sintiendo la rabia recorriéndolo por debajo de la piel.
Caminó por los pasillos con paso lento, admirando la belleza de su entorno y sintiéndose privilegiado de todas sus comodidades.
Algunos pasos antes de llegar al elevador, escuchó un fuerte estruendo y se acercó a la esquina para admirar una agitada discusión.
Una jovencita sollozaba desconsolada en el piso, recogiendo sus pertenencias y metiéndolas a toda prisa dentro de un bolso deportivo.
—¡Pedí servicio completo! —le gritaba mientras seguía lanzándole algunas cosas que Carter apenas pudo identificar.
—Pero, señor Taylor… —sollozaba la muchachita—. Solo vengo a limpiar.
—¡Yo no pedí eso! —le gritó otra vez desde la puerta—. Y si no vas a ofrecerme el servicio completo, ¡márchate!
La joven de cabellos dorados se levantó del piso como pudo, descalza y con el vestido rasgado y se acercó a la puerta para reclamarle.
Con valentía y una firmeza que Carter se atrevió a llamar estupidez, la joven requirió su dinero, el pago que le correspondía.
—Tiene que pagarme el día, las reglas de mi empresa…
La jovencita no pudo continuar cuando el Señor Taylor, un reconocido cazador de empresas en banca rota, la abofeteó tan fuerte que, la tumbó en el piso otra vez.
—Un dólar te pagaré, puta miserable —le dijo Taylor y abrió su cartera para agarrar un billete y lanzárselo al piso.
Aunque a Carter le resultó una situación humillante, se hizo a un lado y se acercó al elevador para partir.
Él no iba a entrometerse en asuntos que ni le interesaban, así que se metió en la caja mélica sin sentir pena ni culpa por lo que acababa de ver.
La rubia llegó corriendo y antes de que las puertas se cerraran, se escabulló para meterse a su lado.
Se aferraba de su bolso con urgencia y luchaba por abotonarse el vestido de mucama que vestía, mientras batallaba por contener el llanto y no mostrar debilidad.