LA ESPOSA INVENTADA
PRÓLOGO
Zarah se abalanzó a su padre en cuanto lo vio llegar a la casa.
— ¡Por favor, papá! ¡No la obligue! —la voz suplicante de Zarah resonaba por el aire llegando a los oídos que pretendía hacer sordos el señor Manccini, su padre y verdugo.
Aquella noche, como tantas otras, había llegado borracho a la casa dando tumbos de lado a lado y profiriendo maldiciones que salían de su boca con aliento ebrio.
Zarah lo había esperado despierta hasta pasada la medianoche. Tenía la esperanza que llegara lo suficientemente sobrio para intervenir por su hermana Indira, la mayor de las dos. Era a su hermana a quien su padre estaba obligando a cumplir un acuerdo concretado sin su consentimiento. Casarse con un hombre al que no conocía pero a quien le debía mucho dinero. El futuro de su hermana comprometido por deudas de juego. ¿Cómo podía ser posible?
Para Zarah ser la menor de la las hermanas siempre le había parecido un simple error cronológico. Todos la consideraban con mayor temple y gallardía que Indira, quien a pesar de llevarle tres años solía actuar de manera impulsiva e inconsciente. La vida parecía haberle invertido los roles de cuidado y protección. Por alguna razón, Zarah siempre sintió que debía cuidar a Indira como si fuera una niña pequeña. Zarah, más madura y perspicaz, actuaba aquella noche como intermediaria entre su padre y su hermana, movida por el amor que le tenía y acentuado por lo espantoso que le parecía la decisión de su padre. La mala fortuna la había colocado en la posición incómoda de tener que enfrentarlo por amor a su hermana.
— ¡Apártate de mi lado! —le gritó el padre al tiempo que la azuzaba manoteando para que se quitara del medio.
El viejo Manccini se tumbó en el sofá, un desvencijado mueble cocido de parchos y que había visto mejores tiempos. El peso de su cuerpo al caer hizo que el mueble rechinara sobre el piso de madera. Pronto cerró los ojos y parecía caer en un sueño allí mismo frente a la figura de Zarah quien lo zarandeaba para no dejarlo dormir. Tenía que escucharla.
—Se lo ruego, papá. Si obliga a Indira a casarse con ese hombre la convertirás en una desgraciada el resto de su vida.
El padre apenas escuchaba sus argumentos. Con gran esfuerzo lograba mantener abiertos los ojos y balbuceaba palabras casi inentendibles.
—Ese hombre…es…un…buen hombre...tu hermana será….muy…feliz…con él…—su voz rancia y entrecortada solo lograba angustiar todavía más a Zarah.
—Pero… ¿Cómo puede decir eso? —Inquiría con un leve temblor en la voz, acercando su rostro al de ella para obligarlo a mirarla —Escúcheme, padre…ninguna mujer puede ser feliz con un hombre al que no conoce y está obligada a casarse. El matrimonio ya es bastante difícil entre una pareja que se ama, mucho más entre dos seres que ni siquiera se conocen. Por favor, es inútil que insista diciendo que será muy feliz. ¡No lo será! —Zarah alteraba el tono conforme el espanto del destino de su hermana se dibujaba con más claridad.
—¡No puede obligarla a casarse con un hombre que no ama! ¡No es justo! —imploraba Zarah ante su padre quien la miraba con ojos vidriosos y embriagados.
De nada servían sus súplicas ni sus esfuerzos por hacerlo entrar en razón. Su padre, Enrico Manccini, estaba decidido a cumplir con el trato pactado con Gennaro Ricci, un hombre enigmático y desconocido para las hermanas. Solo podía imaginar como un monstruo a un hombre que se prestaba a cobrar una deuda de juego de aquella manera.
Los intentos de Zarah por conocer sobre el prometido impuesto a su hermana resultaron infructuosos. Nadie parecía conocerlo lo suficiente como para dar una buena descripción de su carácter. No obstante, se decían muchas cosas sobre él. Desde ser un hombre mujeriego dado a los vicios hasta un ser depravado y mezquino. Algo era constante en la descripción que daban sobre su personalidad. De Gennaro Ricci se decía que era un hombre vengativo y no perdonaría la deuda así como tampoco la ofensa de saberse engañado.
“Tu hermana debe tener mucho cuidado con ese hombre…que no piense que puede burlarse de él…” escuchó decir más de una vez. Aquella advertencia la estremecía las entrañas.
A Zarah una ola de temor le recorría por la espalda cada vez que escuchaba hablar de él. En especial porque conocía bien a su hermana y la creía capaz de no tomar en serio aquel compromiso.
Solo había una manera de evitar que la suerte de Indira estuviera sujeta a ese desconocido, que no se convirtiera en el pago a una apuesta. Tenía que hacer que su padre se retractara y que buscara otra forma de zanjar la deuda. Pero, ¿Cómo convencerlo?
El viejo Mancinni quedó totalmente dormido en el sofá. Ya no la escuchaba. Zarah se quedó observándolo. Estaba deshecha. Sus esfuerzos eran inútiles. Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Aun así, llena de frustración y a pesar de que su padre no la escuchara, insistía en su ruego:
“Papá, por favor, no lo haga. No obligues a Indira a casarse con ese hombre. Te lo ruego…por favor.”
Editado: 12.10.2024