Esposa Inventada

CAPÍTULO 9: BODA

CAPÍTULO 9

BODA

Todavía no creía que estaba a punto de encarar al hombre que le había desdichado la vida a toda su familia, el que hizo que Indira escapara y que su padre terminara de hundirse en la miseria y el alcoholismo, convertido en el mequetrefe al que pudo embaucar. Solo unos meses atrás eran una familia común, con sus imperfecciones y carencias, pero sin el vendaval de problemas que significó la llegada de Gennaro Ricci a sus vidas.

Zarah quedaba frente a su destino y lo debía enfrentar vestida de novia.

Afuera escuchó una voz.

“¿Ya está lista? Lo siento pero tanto el jefe como el señor juez han sido demasiado pacientes, vamos a abrir la puerta”…anunció un escolta.

Ella no lo permitió. No iban a sacarla de allí como a una presidiaria de su celda, escoltada por hombres que actuaban como bestias amaestradas. No lo haría. Saldría por su propia voluntad. No la iban a humillar de esa forma.

Abrió la puerta y dio un paso al frente.

Los hombres que la esperaban afuera eran más de los que imaginaba. ¿Para qué tanto despliegue de fuerza? ¿Creían que intentaría escapar dejando atrás a su padre? ¡Nunca lo haría!

“Aquí estoy” anunció.

Los hombres no lograron disimular el impacto que les causó verla. Por un momento, permanecieron boquiabiertos y estáticos en sus lugares. Esa mujer que se presentaba ante ellos, ataviada en vestido de novia, no se parecía a la joven humilde y un tanto ruda que trajeron desde Catania.

Zarah bufó con hastío.

— ¿Se van a quedar ahí paralizados o me van a llevar al salón? —preguntó haciéndolos salir del letargo en el que parecían haber caído.

—Disculpe, señorita… ¡Claro que sí! Venga por aquí…—dijo uno al fin dirigiéndole el camino.

Caminó tras él por un largo pasillo con pisos de mármol reluciente. La mansión, porque llamarle casa le quedaría muy pequeño, parecía interminable. A su alrededor se observaban paredes en cóncavo, techos altos, ventanales de ensueño. ¡Que distinto era a todo lo que conocía! Pero aun así, nada de aquello podía aliviar la congoja que estaba a punto de padecer. El corazón le brincaba en el pecho más que latir, la sangre se le desbordaba por el cuerpo más que correr.

Llegaron hasta la puerta del salón. Allí sus pies se detuvieron como si se hubieran clavado al piso y no quisieran dar un paso más.

“Hasta aquí la traemos…” —dijo el escolta al tiempo que abría la puerta — “muchas felicidades en su matrimonio.”

Ella no respondió nada, perturbada como estaba.

El salón se extendía frente a ella con la misma majestuosidad que el resto de la casa. Estaba adornado de flores blancas y rosadas por todos los rincones, una alfombra de nítido blanco le marcaba el camino que dirigía hasta donde la esperaba el juez, un señor mayor y huesudo con rostro afable que esbozaba una tímida sonrisa y le hacía un ademán para que se acercara.

A su lado estaba su padre, serio y callado, con una expresión de derrota dibujada en el semblante, diciéndole con la mirada cosas que ella no pudo descifrar.

Ella le sonrió con tristeza, como queriéndole decir que no se preocupara, que todo estaría bien. Lo que siempre decía pero de lo que no estaba convencida.

Y estaba él.

Gennaro Ricci todavía no se había vuelto a mirarla. No advertía su presencia. Tal vez la falta del sonido de una marcha nupcial no lo hizo percatarse. O tal vez el mismísimo cielo estuviera retrasando el momento.

Hasta entonces, Zarah lo vio de espaldas. Le pareció imponente. Era alto, bastante más que la altura de un hombre promedio. Tenía el cabello oscuro y la tez que se le asomaba por la nuca se vislumbraba de un lustroso bronceado. Iba vestido de negro y calzaba zapatos brillantes en charol. Su figura predominaba, su espalda era ancha y musculosa. Su masculinidad resaltaba aun viéndolo desde ese ángulo.

Zarah respiró profundo. El momento le parecía eterno. Allí estaba el hombre que tenía su destino en las manos. Solo era cuestión de segundos para que él la viera y se desatara el caos cuando viera a una extraña y no a Indira. No quería imaginar lo que podría suceder.

Caminó despacio y cuando estuvo lo suficientemente cerca, Gennaro Ricci volteó a verla.

“¡Madre mía!” pensó Zarah.

El hombre que tenía frente a ella no era un ogro, ni un energúmeno, ni un monstruo como tantas veces lo llamó. Era atractivo. Era magnético. Era seductor.

Tenía los ojos de color verde intenso rodeado de espesas pestañas que hacían un increíble contraste con su piel bronceada. Una sombra de barba se asomaba acentuando su mandíbula cuadrada. La nariz era como esculpida de estatua. La boca era…

“¡Basta!” Gritó en su mente. No se permitiría infatuarse con un hombre tan nefasto, tan ruin.

Él le extendió la mano para ayudarla a acercase. Le sonrió y fue entonces cuando vio su dentadura blanca y perfecta asomarse por los labios carnosos de su boca.

¡Madre mía! Volvió a repetir en su mente y apartó la mirada.

Mantuvo la cabeza erguida, obligándose a no mirarlo, concentrándose en el juez que ya comenzaba con la ceremonia. No deseaba poner los ojos en él pero cada vez que levantaba la mirada se topaba con la suya porque él no dejó de mirarla ni un solo momento.

Por su mente discurrían todos los posibles escenarios. ¿No se habrá dado cuenta? ¿Será que nunca llegó a ver a Indira y por eso no sabe que no soy ella? ¿Estará disimulando con quien sabe que perturbado propósito? Nade le quitaría de la cabeza que aquella actitud tenia segundas intenciones.

“Por favor, firmen aquí” indicó el juez señalando el espacio donde estamparían sus nombres para unirse por siempre.

Él firmó rápido, ella vacilante.

“Por la virtud que me confiere la ley, los declaro marido y mujer…”




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