CAPÍTULO 10
DESPEDIDA
Una vez concluida la ceremonia, el juez los felicitó y luego de protocolarios estrechones de mano, se despidió sin más. Los escoltas lo esperaron a la salida para acompañarlo y llevarlo de vuelta a la ciudad. Zarah nunca más volvería a ver a aquel hombre.
Lo que siguió después fue un silencio incómodo. No hubo votos, ni brindis, ni fiesta. Tampoco una fotografía que preservara el momento para la posteridad o que acaso evidenciara el matrimonio que acababa de oficiarse. Ni siquiera hubo un beso para sellar la unión. Gennaro no hizo el intento de besarla y ella agradeció que así fuera.
No obstante, de manera inesperada, Gennaro sacó de su bolsillo los anillos de alianza. Zarah se turbó por un momento, mirándolos fijamente con expresión confusa. Él se acercó a ella y tomó presto su mano temblorosa colocándole el anillo.
“Que sea para siempre un recordatorio de que eres mi esposa…” le susurró mientras deslizaba la alianza por su dedo anular.
Igualmente le entregó el suyo para que ella hiciera lo propio. Vacilante y nerviosa lo colocó en su lugar. Observó sus manos grandes y varoniles, sin rastro de haber pasado nunca por esfuerzo de trabajo. El contacto de su piel la hizo estremecerse. El corazón lo llevaba a galope y por un momento sintió que iba a desfallecer.
A Zarah todo le parecía irreal. Incluso llegó a hacerse la idea de que era un sueño. Que en cualquier momento despertaría y sentiría un gran alivio. Entonces miraba su mano ostentando el precioso anillo y se daba cuenta de que era real. En efecto, se convertía en su recordatorio.
Aquel intercambio de anillos le había parecido a ella mucho más contundente que la propia firma del acta. Observaba su anillo con incrustaciones de diamantes brillantes y le pareció que aquella joya contrastaba con todo lo que ella era, no iba con su simpleza y no representaba sus ambiciones, mucho más modestas y libres de zozobra.
Su padre observaba en silencio con el rostro compungido y dando la impresión de estar a punto de derrumbarse. Pero se mantuvo estoico para despedirse de ella.
—Señor Manccini, la escolta lo llevará de vuelta a su casa —informó Gennaro en tono neutro, sin imprimir emoción alguna en la voz. No se percibía ningún sentimiento por perverso que fuera. Un simple y llano informe de procedimiento.
Zarah se sobresaltó y lo miró con recelo. No imaginó que tendría que separarse de su padre tan pronto.
— ¿Por qué debe irse? —Inquirió sorprendida ante su propia osadía — ¿Por qué no puede vivir con nosotros en esta casa que es tan grande?
—Hija, por favor…no…—musitó el padre.
Gennaro la miró sin parpadear.
— ¿Llevamos minutos casados y ya objetas una decisión mía? —soltó sin inmutarse, como si sus palabras no lo alteraran en lo más mínimo —Despídete de tu padre —añadió.
Ella ignoró su mandato.
— ¡No! No lo voy a hacer! ¿Es que no ves que no puede cuidarse solo? Yo soy quien siempre lo atiende, me necesita.
Otra vez se encontró con un muro implacable.
—Yo soy quien te necesita ahora —le respondió y luego dirigió la mirada al señor Mancinni —Usted no se preocupe, le enviaré una persona que lo atenderá cada día y se encargará de que no le falte nada. Pierda cuidado.
El viejo Mancinni intentó calmar la preocupación de su hija.
—No te preocupes, yo estaré bien —le aseguró —Estoy viejo pero puedo cuidarme. Lo que pasa es que tú eres muy consentidora y quieres hacerlo todo. Pero, ahora las cosas han cambiado. No tengas pena por mí. Yo estaré bien.
A Zarah las palabras de ambos le parecieron huecas. Ni creía que su padre estaría bien ni tampoco que Gennaro le enviaría a alguien a cuidarlo. Se sentía impotente. Solo le quedaba una carta y pensaba jugársela.
—Al menos quisiera despedirme en privado, por favor. Quiero estar a solas con mi padre —pidió.
Gennaro negó con la cabeza.
—Tu padre debe regresar ahora mismo —respondió inflexible.
Llamó a Rocco y le impartió instrucciones de regresarlo a Catania. Zarah se negaba a aceptar sus órdenes, no resistía verse separada de la única persona que todavía le quedaba en la vida.
— ¡No me hagas esto! —vociferó airada.
—Hija, no insistas más. Ahora el señor es tu esposo y por mí no te preocupes. Te prometo que estaré bien y que pronto nos volveremos a ver…
Zarah contuvo el deseo de abofetear a Gennaro. Le hubiera gustado tener el poder de salir corriendo de allí pero sabía que no lo lograría. Al primer intento de escape se tropezaría con cien hombres para detenerla.
Se resignó y se abrazó a su padre aferrada a él como le hubiera gustado aferrarse a su antigua vida que hoy cambiaba para siempre.
—Te voy a llamar todos los días. Te lo prometo —lo besó en la mejilla.
Él la miró con ternura y asintió.
—Y yo cada día esperaré tu llamada.
A través del ventanal vio a su padre alejarse custodiado por los hombres al servicio de Gennaro. Se quedó allí parada hasta que sus figuras se perdieron a lo lejos. Sentía un pedazo de su alma irse con él, así como alguna vez un pedazo se marchó con su madre y luego otro con Indira. Ya solo le quedaban despojos. Pero por poco que fuera, no pensaba entregarlo a nadie. En especial, no a su marido.
Gennaro se acercó a ella para separarla del ventanal.
—Ya deberías cambiarte —le dijo.
Se estremeció al escucharlo. Los pensamientos más atroces llegaban a su cabeza.
—Iré a cambiarme en mi habitación —respondió y se separó de su lado.
— ¿Tu habitación? —enarcó un ceja con la pregunta.
—Sí, la misma donde me preparé…quiero decir….
Gennaro negó con la cabeza.
—No, esposa mía. Aquí solo existe nuestra habitación —remarcó.
—Pero…pero…
Editado: 12.10.2024