CAPÍTULO 11
NOCHE DE BODAS
Zarah entró a la habitación matrimonial escoltada por Gennaro. Sus pasos eran lentos y temerosos. Agradecía que no la apresurara pero hubiera preferido no tener que compartir aquel espacio con él. Todo le parecía un gran absurdo y hasta el último minuto anheló algo que impidiera tener que vivir aquel momento.
Tenía 22 años. Hasta entonces, su vida se resumía en cuidar de la casa y la familia. Salvo algún joven que admirara su belleza o le lanzara algún piropo, nunca había tenido novio. Su amigo Fabrizzio era lo más parecido a un enamorado, si hubiera tenido el valor de confesárselo. A su edad todavía no había experimentado la emoción del primer beso y mucho menos había tenido intimidad con hombre alguno. ¡Ni siquiera había visto un hombre desnudo! Su propio padre, aun en la peor de las borracheras, no le permitía verlo sin ropa.
Era difícil asimilar que de golpe se había convertido en esposa y que su matrimonio estaba a punto de consumarse. La inquietud la apoderaba de ella. Comenzó con la respiración agitada, que luego se convirtió en un leve temblor y que terminó en un terremoto interno.
Entró con pasos titubeantes. La alcoba era inmensa y el lecho estaba decorado con la mayor exquisitez en tonos azul pálido y blanco marfil. Una habitación digna de reyes en la que jamás imaginó poner pies algún día. Se sentía fuera de lugar. Solo en películas había visto antes tanto esplendor.
Se asomó a una ventana y pudo observar parte del camino que recorrió para llegar hasta allí, una vista hermosa y exclusiva de la ciudad de Taomina que cortaba el aliento. Todo, excepto las circunstancias, era hermoso.
Gennaro continuaba allí y su mirada indescifrable la congelaba. No lograba discernir la maldad que había en él aunque lo daba por descontado. Él la observaba en silencio. Luego le indicó que iría a bañarse y dirigió sus pasos al cuarto de baño de la habitación.
Ella se fue tras él en un último esfuerzo por librarse.
—Aquí no tengo nada para cambiarme. Mi maleta se ha quedado en la otra habitación…—le dijo antes de que cerrara la puerta.
—No te hará falta nada de lo que trajiste. En esos cajones encontrarás todo lo que necesitas —dijo señalándole los enormes cajones que componían la parte inferior del closet.
Ella asintió resignada. Le quedaba claro que no había nada que hacer, la suerte estaba echada y tenía que enfrentar lo inevitable. Descartó quejarse o negarse. Ya iba aprendiendo que no ganaba nada con eso y que Gennaro tenía una respuesta o una solución para todo.
Buscó entre los cajones y encontró todo tipo de ropa, cajones llenos como nunca había visto en su vida. Eran su talla, seguro todo le quedaría bien. Pero esa no era la vestimenta a la que estaba acostumbrada. Marcas famosas, diseños de última moda, telas finas. Esa no era ella. Ponerse aquello la haría sentir disfrazada. Decidió entonces elegir lo menos glamuroso entre todo aquello.
Él salió del baño con el cabello mojado aun goteándole y deslizándosele por los hombros y el pecho. Se pasaba la toalla que colgaba de su cuello para quitar el exceso. Llevaba el torso desnudo y una piyama gris oscuro que le quedaba en el vientre bajo justo lo suficiente para que Zarah se sonrojara. El olor de su colonia varonil inundó todo el aire la habitación.
Zarah apartó lo mirada. Temía que él pudiera notar la turbación que le causaba verlo. Le hubiera gustado mostrar indiferencia, tal vez hasta asco. Pero no pudo. Aquella turbación no era indiferencia y mucho menos se sentía asqueada. Era otra cosa a la que no lograba ponerle nombre. Decidió entonces que fuera lo que fuera, lucharía para que él no se diera cuenta.
Tomó sus cosas y se dirigió al baño de prisa pasando por su lado como un rayo. Entró y cerró la puerta con fuerza asegurándose de pasar el cerrojo. Respiró aliviada al verse a solas. Al menos entre aquellas paredes se sentía menos vulnerable y él no sería capaz de inquietarla con su presencia.
Se dio un baño con calma, quería retrasar su salida lo más posible. Pensó que tal vez Gennaro tocaría a la puerta para apurarla pero no lo hizo. Hasta tuvo la ilusión de que se hubiera quedado dormido. Aquello hubiera sido la solución perfecta.
Cuando ya se sentía entumecida y los dedos se le habían arrugado por el frio, supo que era hora de salir. Se colocó la bata de dormir que le pareció más recatada aunque igual tenia transparencias y seguía sintiéndose desnuda por lo que resolvió colocarse otra bata por encima.
Finalmente salió. Gennaro se había acostado en la cama. Una ola de vergüenza la recorrió al verse a solas en una habitación con un hombre aunque fuese su marido.
Él tenía los ojos cerrados pero los abrió en cuanto sintió su presencia. Se irguió en la cama apoyándose contra el respaldo.
—Ven…acuéstate aquí a mi lado…—le pidió pasando su mano por el espacio que quedaba justo a su lado.
Zarah movió la cabeza en señal de negación.
—No quiero —respondió.
—No tienes nada que temer…y además…eres mi esposa —insistió con tranquilidad.
—No quiero —volvió a decir moviendo la cabeza de lado a lado en señal de negación.
Gennaro se puso de pie y se acercó a ella. Zarah daba pasos en retroceso alejándose de él hasta chocar con la pared. Temblaba como una hoja.
—Ya te dije que no tienes nada que temer…—le susurró al oído, ciñéndola por la cintura suave y firme a la vez.
—Señor…es.., que yo no…—intentó decirle algo que no pudo terminar de decir.
—No me digas señor. Soy tu esposo…
—Está bien...señor esposo…es que yo no soy…
Él se detuvo para mirarla fijo a los ojos. Entonces le dijo las palabras que ella más temía escuchar.
— ¿Qué no eres qué? ¿Indira?
Editado: 12.10.2024