El sonido del llanto de un bebé la había despertado por tercera vez en lo que llevaba de noche.
Maya llevaba cerca de veinte días en los que no podía dormir, y eso era debido al llanto de su pequeño hijo, Ezra, el cual estaba recién acostumbrándose al mundo exterior.
Ambos vivían en la antigua casa de la difunta madre de Maya ¿La razón? No quería volver a ver a la familia de su exesposo nunca más, en lo que fuera posible.
Ellos le habían enseñado que no existía eso de «amor incondicional» y que cualquier tipo de amor que hubiese existido entre ella y su exesposo, había sido consumido completamente en el fuego y que, esas cenizas que siempre dicen que quedan, fueron esparcidas por el viento.
Maya agradecía profundamente cada una de las enseñanzas que su madre le había dejado antes de morir, es más, debido a ella, tuvo ahorros que le permitirían sobrevivir junto con su hijo hasta el momento en el que ella pudiera buscar un nuevo empleo.
Por ahora, pensaba Maya, que su hijo era la mayor prioridad, no soportaría dejarlo a cargo de otra persona.
—Ya Ezra, mami está aquí — murmuraba en medio de su sueño, mientras se acercaba a la cuna de su pequeño para tomarlo entre sus brazos.
Maya sabía, bastante bien, que el trabajo de madre era extremadamente difícil, y más aún, el de una madre soltera que debía ser proveedora en igual medida.
Un niño no crecería simplemente con amor, pero tampoco lo haría con bienes materiales, ella debía encontrar el equilibrio perfecto y algo que no le absorbiera por completo, de manera que, le pudiera brindar la mayor atención a su pequeño.
La parte más difícil había comenzado, de hecho, la disputa contra su exesposo había tenido que llevarse a los tribunales; a pesar de eso, lo único que ella había obtenido era que ese hombre cediera sus derechos de paternidad.
Ezra, ahora contaba únicamente con su madre; la única persona que realmente haría todo por él.
Muchas batallas hacían falta, muchas luchas en las vidas de Maya y Ezra, pero era seguro que todo se encaminará de la mejor manera posible, y que, ambos serán más felices de lo que llegaron a soñar.
La dulce voz de Maya, tarareando una infantil melodía, hizo que el llanto de Ezra se detuviera, eso entre tanto lo tomaba haciendo que su pequeño cuerpo sintiera el calor de su madre.
Los labios del niño se cerraron con lentitud y quedó una vez más sumido en su sueño.
¿Qué pasaba por la mente de Ezra al ver a su madre preocuparse tanto por él?
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La mañana había llegado y Emily se había levantado de manera rápida, Maxwell se había encargado de recordarle que tenía medicamentos que tomar, de hecho, ella se levantó con velocidad para poder esconderse.
Una de las cosas que más llegaban a caracterizar a Emily, era su asco por los medicamentos.
No les temía a los doctores, pero rechazaba con fuerza beber algún tipo de medicamento, aún más, cuando estos tenían la forma de píldoras.
—¡Emily! ¿Dónde estás? — preguntaba Maxwell caminando en dirección de la habitación; los rastros de la joven en el lugar se habían esfumado. —Sabes que no tengo todo el día para hacer esto.
No importa cuánto Emily luchara por mantenerse inmóvil y silenciosa, lo único que esto ocasionaba, era que Maxwell se resolviera a sacar su lado testarudo.
Bien que sería capaz de aplazar todo su trabajo por el simple hecho de hacer que Emily se tomara su medicamento.
—Esto nos va a llevar un largo tiempo, Emily — expuso el joven sentándose en la cama. —Por lo tanto, creo que no podremos ir a comprar nada para comer, y más aún, tendré que convencer a los médicos de que la única manera de que te recuperes, es atándote a una camilla de hospital y administrar tus medicamentos por vía intravenosa.
Un grito casi sale de la boca de la menor.
«Es una trampa».
Se dijo a sí misma en un pensamiento.
Maxwell estaba intentando hacer que ella saliera de su escondite, pero no tenía idea de lo difícil que resultaría lograrlo.
—¿Sabes que eres casi la chica más testaruda que he llegado a conocer en mi vida? — se quejó lanzando un suspiro; sin embargo, él era mucho más testarudo que la joven. —Está bien, me marcharé si es eso lo que quieres… te dejaré retorcerte del dolor y no importa que llores pidiendo mi ayuda, porque no te ayudaré. ¡Qué te quede claro! — dicho eso, se puso de pie y comenzó a marchar en dirección de la puerta, de manera que ella pensara que el joven se había marchado.
«¡¿Es una broma?! Es un insulto creer que caeré en ese truco de niños».
Maxwell esperaba a que la torpeza que Emily acostumbraba a tener, atacara de nuevo. Bueno, que ella no resultara herida; sino, que hiciera algún movimiento o sonido en el que delatara su ubicación.
Hasta ahora había aprendido de Emily que se chocaba y tropezaba con todo aquello que se cruzaba en su camino, además de que amaba el pollo frito.