Esposa sustituta

• No quiero volver con ellos •

La mirada atónita del joven estaba sobre la menor, quien estaba conteniendo sus ganas de reír.

¿Acaso jamás había escuchado de ellos?

Una de las cosas que lo hacían lucir un poco más diferentes, era su color, el cual era traslúcido.

—Bueno, si es algo que tú preparas para nosotros, estoy seguro de que no nos matará… Sí, no lo hará, creo que debemos tener un par de años de convivencia para que puedas disfrutar de mayores ventajas legales y económicas — aseguró el joven esbozando una ligera sonrisa.

Quizá el término de «vidrio» la estaba empleando con el fin de asustarlo, pues ¡¿De dónde sacaría algo así en tan poco tiempo? A no ser que ella lo estuviera preparando desde antes.

—Ya que lo pones de esa manera, supongo que los moleré más, así no dañan lo suficiente para tener efecto, enseguida — masculló la chica echando una sustancia en polvo desconocida para el chico, el cual simplemente era sal del Himalaya.

La piel del rubio rápidamente palideció, él estaba seguro de que Emily no le haría nada, pero una parte de sí mismo, quizá su instinto de supervivencia; se estaba preparando para hacer algo al respecto, solo que no sabía con exactitud qué era ese algo.

—¡No seas ridículo! — Exclamó la menor lanzando por fin una sonora carcajada. —Se les llama así nada más por el color de los fideos, y que no están hechos de pasta como los comunes — dijo ella con serenidad.

La verdad era, que esa broma se la quería hacer a Tom, pero él era tan afortunado que están lejos del sitio en el que azotaría la tormenta.

Quizá era hora de que la pelinegra dejara de pensar en lo afortunado que era Tom y se centrara en que él no podría disfrutar de sus deliciosos fideos de vidrio.

—¿Yo que he dicho? — rechistó el rubio con un gesto de asombro.

Él no quería reconocer su repentino nerviosismo.

—¿Sabes? Mejor pongámonos manos a la obra, mi abuelita necesita alimentarse — masculló el joven una vez más, tomando por los hombros a la pelinegra, con un movimiento delicado, la apoyó en contra de la encimera, acercó su rostro al de la chica y susurró: «Si llegas a asesinarme, no sabrás en dónde enterré mi fortuna».

El tono de voz con el que Maxwell había hablado, hizo que el corazón de la menor se detuviera un momento; su mente la había llevado al punto que ella quería evitar, pero esto se estaba convirtiendo en algo completamente imposible.

Ella aclaró recatadamente su garganta, mientras el joven se erguía una vez más.

—¿Una fortuna? ¿Me dirás en dónde ha de estar? — musitó la chica desviando su mirada, intentando hacer que el joven creyera que estaba reflexionando en eso.

Una luz enceguecedora iluminó el lugar, haciendo que los ojos de la mejor se abrieran de par en par, presintiendo lo que sucedería en los escasos segundos que faltaban. Justo como ella lo había pensado, un estrepitoso trueno resonó.

Aquel trueno fue tan fuerte que el suelo retumbó bajo sus pies.

Esto ocasionó que las señoras se encaminaron a la cocina, para, finalmente, encontrarse con que Maxwell estaba cargando a Emily, quien, como un gato asustado, había subido a los brazos del chico de un salto.

La pelinegra había escondido su rostro en el cuello de su compañero y se rehusaba a bajar, a pesar de los susurros por parte de Maxwell que lo pedían; bien que el rubio no quería separarse, él se había percatado de las miradas de más.

—No creo que la cocina sea apropiada para ese tipo de encuentros; pero respeto que es su casa — anunció la anciana para darse la vuelta y regresar a la sala a ver su noticiero, siendo seguida por su nuera.

—¡Esto no es lo que parece, abuela! — exclamó Emily intentando bajarse de Maxwell para correr a aclarar las cosas con la señora.

Aun así, el chico de melena dorada no le permitió moverse ni un solo milímetro.

—Si vas de esa manera ¿Qué consideras que llegue a pensar de nosotros? — dijo el joven elevando una de sus cejas.

Todo eso era una simple excusa para poder estar más tiempo cerca de Emily.

Desde dónde estaba, lograba percibir el aroma del champú de la pelinegra, ese que a él tanto le agradaba y que, había comenzado a usar a escondidas.

Debía reconocer que no había logrado sacar los labios de Emily de su mente.

—Supondrán que vieron mal y sacaron la situación de contexto — expuso la chica con seguridad, pues era eso exactamente lo que había sucedido.

Una vez más, hizo un intento de bajarse, pero el hombre simplemente no lo permitía. 

—Ya, deja de jugar, ¿Qué pensarán tu madre y abuela? — preguntó frunciendo el ceño.

La pelinegra no obtuvo ninguna clase de respuesta, la mirada de Maxwell estaba fija en ella y cuando ella se percató, sus propios ojos estaban sobre su compañero.

Sus corazones se estaban acelerando una vez más, parecía como si estuvieran en sintonía, no había manera de hacer que sus respiraciones fueran tan serenas como antes.

Los brazos de Emily estaban apoyándose en los hombros de Maxwell, él, por otra parte, con una de sus manos acercó más a sí mismo el cuerpo de la pelinegra.




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