Está bie eso es amor

Dolor y vino

Mis dedos adoloridos son un recordatorio constante de lo que acaba de suceder. Pequeñas gotas de sangre -algunas mías, otras de Rita- decoran la manga de mi uniforme hospitalario azul claro como una acuarela macabra. La tela manchada parece una metáfora perfecta de cómo mi vida se ha transformado en las últimas horas: algo que antes era limpio y organizado, ahora está manchado e irreconocible.

Lika conduce con esa precisión casi robótica que la caracteriza. Sus dedos, con las uñas perfectamente pintadas de rojo oscuro, tamborilean en el volante en intervalos cronometrados de cinco segundos -un tic nervioso que desarrolló durante sus años programando-. El sonido rítmico es extrañamente reconfortante en el silencio tenso del coche. "Estás sangrando", observa cuando nos detenemos en un semáforo. Sus ojos verdes, realzados por el maquillaje impecable que ni siquiera todo el alboroto anterior logró borrar, estudian clínicamente mi mano derecha. "Los nudillos de tus dedos parecen lastimados".

"Debió ser cuando le golpeé el diente", respondo, examinando los daños con un distanciamiento casi clínico. La adrenalina aún corre por mis venas, pero comienza a dar paso a un agotamiento profundo y visceral. "Probablemente me arañé con su aparato. Esa idiota siempre se jactó de los quince mil que le costó esa sonrisa perfecta". "Bueno, ahora tendrá que gastar otros quince mil para renovarla", comenta Lika, con una sonrisa satisfecha jugando en sus labios rojo escarlata. "Aunque, personalmente, siento que el nuevo look combina más con su personalidad".

El coche se desliza suavemente por el asfalto mojado -ha comenzado a llover, como si el universo quisiera añadir un toque dramático a la situación-. Las gotas golpean contra el cristal en un ritmo irregular que contrasta con el tic metódico de Lika. Quince minutos después, el coche entra en la calle arbolada donde se encuentra la casa de Lika. Es una construcción imponente de dos pisos, con grandes ventanas y un jardín meticulosamente cuidado -aunque ella nunca ha sido del tipo al que le guste la jardinería-. "El jardín vino con la casa", siempre dice, "y sería una pena dejarlo morir".

La puerta electrónica se abre silenciosamente, y Lika estaciona el coche en el espacioso garaje que alberga su pequeña colección de equipos de tecnología vintage -una excentricidad que pocos conocen de ella-. "Ni siquiera voy a preguntar si quieres entrar", declara Lika, apagando el coche. "Tienes esa cara de 'necesito vino caro y helado de chocolate'". "Me conoces demasiado bien", sonrío débilmente, siguiéndola hacia la puerta principal.

La casa de Lika es un reflejo perfecto de su personalidad: los espacios son amplios y organizados, con una decoración minimalista en tonos grises y negros, punctuada por toques estratégicos de rojo -su color característico-. La sala de estar, con su doble altura y ventanales del suelo al techo, tiene una vista privilegiada al jardín trasero, donde una piscina de borde infinito refleja el cielo nocturno. "Siéntate", ordena, señalando el sofá de terciopelo negro mientras se dirige a la bodega climatizada que ocupa una pared entera.

Una colección de vinos es una de sus pasiones secretas, algo que comenzó como un hobby y se transformó en una obsesión controlada -como todo en su vida-. De allí, saca una botella de vino tinto reserva, un Malbec argentino que guarda para ocasiones especiales, y dos copas de cristal que tintinean suavemente cuando son colocadas sobre la mesa de centro. "¿No deberías estar guardando este vino para una ocasión feliz?" pregunto, observándola servir la bebida con la precisión de una sommelier. "¿Y hay ocasión más feliz que ver a mi mejor amiga dar una paliza merecida a una zorra?" responde ella, una media sonrisa jugando en sus labios perfectamente pintados.

Lika se mueve por la cocina con su eficiencia habitual, encendiendo su MacBook Pro y organizando su estación de trabajo improvisada en la mesa de la cocina. El sonido familiar de las teclas siendo presionadas llena el ambiente mientras ella comienza a trabajar remotamente en algún proyecto importante. "¿Realmente vas a trabajar ahora?" pregunto, incrédula, tomando un generoso trago del vino. El líquido baja caliente por mi garganta, trayendo un consuelo momentáneo. "¿Y por qué no trabajaría?" replica sin desviar los ojos de la pantalla, sus dedos bailando sobre el teclado con una velocidad impresionante. "El mundo no se detiene solo porque descubriste que tu novio es un idiota".

"¡Pero yo estoy sufriendo!" protesto, sintiendo que las lágrimas comienzan a formarse de nuevo. "¡Mi corazón está destrozado!" Lika deja de teclear abruptamente y gira su silla para mirarme fijamente. Sus ojos verdes me estudian con esa intensidad característica que siempre me hace sentir como si pudiera leer mi alma. "Nick, mi amor", comienza, su voz adoptando ese tono que usa cuando está a punto de soltar una verdad incómoda, "eres libriana. Y te conozco desde hace tiempo suficiente para saber que tu corazón no está destrozado. Tu ego, tal vez. Tu orgullo, ciertamente. ¿Pero tu corazón? No me hagas reír".

"¿Cómo puedes estar tan segura?" me quejo, abandonando la copa y tomando la botella directamente. El Malbec tiene un sabor rico y complejo que parece desperdiciado en este momento de autocompasión. Lika suspira, guarda su trabajo con cinco clics precisos -siempre cinco- y cierra el MacBook. Es su manera de decir que una conversación merece su total atención. Se levanta, sus tacones haciendo un sonido contundente contra el piso, y camina hacia la nevera Sub-Zero. De allí, saca un pote de helado Häagen-Dazs de chocolate belga y dos cucharas de plata -un ritual que establecimos desde la universidad para momentos de crisis-.

"Analicemos los hechos", comienza, sentándose a mi lado en el sofá de terciopelo gris que costó más que tres meses de mi salario. "¿En las últimas semanas no te quejaste varias veces de que Jonathan era demasiado predecible? ¿Que siempre elegía los mismos restaurantes, contaba las mismas historias?" Hundo la cuchara en el helado, pensativa. "Eso no significa que no lo amara". "¿No?" Lika arquea una ceja perfectamente delineada. "La semana pasada dijiste que preferías hacer turno doble en la sala de quemados que tener que cenar con él y escuchar por milésima vez la historia de cómo se hizo esa cicatriz jugando al fútbol".




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