—¿Competir con Charles? ¿En serio?—escupo mi café en la taza con el objetivo de no ahogarme luego de recibir esa primicia; derramar el café en la mesa sería un crimen contra la humanidad (y contra mi camisa blanca recién comprada en Zara).
Brenda, mi amiga, CM y recepcionista en la empresa, se inclina un poco hacia mí desde su escritorio, sosteniendo una carpeta llena de papeles que probablemente no son urgentes, pero que ella quiere que parezcan importantes. Si algo caracteriza a una agencia creativa es la creatividad para darnos cierta versatilidad en las funciones.
—Sí, Nina, es lo que dijo Panzotti. Tú y el modelo de traje van a pelear por el ascenso. Y encima trabajando juntos. ¿Te imaginas? Ufff, no quisiera estar en tus zapatos, linda.
No, Brenda. No me lo imagino, porque si lo hago, mi cerebro se prende fuego.
Estamos sentadas en el área común de la oficina, un espacio tan frío como un consultorio médico y decorado con los sobrantes de Navidad de algún bazar chino. Las luces del arbolito parpadean a un ritmo completamente descoordinado, como si alguien las hubiera programado después de un par de Fernets. La guirnalda dorada que cuelga sobre la puerta está a punto de desmoronarse, y un Papá Noel de cartón nos mira con ojos vacíos desde la recepción.
—¿Estás bien, Nina?—pregunta Brenda, aunque no parece genuinamente preocupada.
—¿Bien? Estoy mejor que nunca—digo, mi voz cargada de sarcasmo—. Nada me entusiasma más que competir por el trabajo de mis sueños con un tipo que parece sacado de una publicidad de crema antiarrugas.
—Dicen que Charles es simpático.
—Y yo digo que los renos no vuelan, pero acá estamos, fingiendo.
Brenda ríe por lo bajo y me deja sola con mis pensamientos mientras vuelve a su escritorio. Intento concentrarme en lo que realmente está pasando. Me llamaron a la sala de juntas esta mañana y, en lugar de un anuncio feliz del ascenso que he estado esperando durante años, me encuentro con Panzotti repartiendo discursos motivacionales como si fuera el coach de un equipo mediocre.
Charles, claro, estaba allí, sentado a dos sillas de distancia, en posición perfecta: espalda recta, manos entrelazadas sobre la mesa, cara de concentración. ¿Cómo logra que incluso estar sentado parezca una pose de revista? Lleva un traje gris ajustado que claramente no compró en Once, y su corbata, de un azul impecable, está perfectamente alineada con el cuello de su camisa. Mientras yo lucho por mantener mi café dentro de mi taza, él parece inmune al estrés.
—Trabajarán juntos—dice Panzotti, con esa voz nasal suya que resuena como una alarma de microondas la cual pone en estado de alerta todo mi interior—. Serán responsables de la campaña navideña para redes del gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Es una oportunidad única para demostrar quién está más preparado para un ascenso en esta empresa. Sé que somos una compañía horizontalizada, pero alguien debe tomar el rol de manager y ustedes califican para la función.
La frase me golpea como un ladrillazo. ¿Trabajar juntos? ¿Con él? Esto no es un ascenso; es un castigo divino.
—¿Una campaña navideña?—pregunto, intentando no sonar demasiado sarcástica. ¿En serio una campaña navideña va a definir mi devenir laboral luego de años poniendo el hombro en este lugar?
—Así es—responde Panzotti, ignorando mi tono cargado de indignación—. Quiero algo creativo, que conecte con la gente. Este cliente es clave para la agencia, y necesitamos que sea impecable.
Charles asiente con una sonrisa, como si le hubieran propuesto una cita en lugar de una competencia laboral.
—Entendido, jefe—dice—. Vamos a dar lo mejor de nosotros.
Oh, por favor.
Panzotti sigue hablando sobre plazos, objetivos y la importancia del trabajo en equipo, pero yo apenas escucho. Estoy demasiado ocupada analizando a mi competencia. Charles lleva apenas dos meses en la agencia, y ya todos parecen adorarlo. Es “el chico nuevo” con ideas frescas y una sonrisa que podría vender cualquier cosa. ¿Y yo? Yo soy la veterana que lleva cinco años aquí, soportando reuniones eternas y café de máquina que sabe a desesperación.
—Entonces, ¿alguna pregunta?—pregunta Panzotti, mirándonos a ambos.
Levanto la mano.
—Sí, una: ¿hay alguna regla que diga que no podemos estrangular a nuestro compañero de equipo?
La sala estalla en risas nerviosas, pero Panzotti me lanza una mirada de advertencia. Charles, por supuesto, se ríe como si de verdad pensara que soy graciosa.
—Vamos, Nina, seguro que podemos llevarnos bien—dice, inclinándose un poco hacia mí.
Lo miro fijamente, preguntándome cómo alguien puede ser tan optimista y seguir funcionando.