Nuestra oficina compartida no es más que una sala de reuniones improvisada. Hay un escritorio largo, dos sillas incómodas y una ventana que da a una pared gris con un aire acondicionado goteando. Es como trabajar en un armario, pero sin el glamour de Narnia.
Charles llega unos minutos después que yo, cargando su laptop y un café que probablemente no salió de la máquina infernal de la oficina.
—Bueno, compañera, ¿por dónde empezamos?—pregunta, acomodándose en la silla frente a mí.
—Primero, no me llames ‘compañera.’ Segundo, déjame pensar.
—Sigo sin entender cuál es tu problema, amiga.
—Que llevo años en esta empresa, no estás a mi altura y tampoco me llames ‘amiga’.
—¿Prefieres ‘jefa’?
Lo miro, evaluando si vale la pena discutir o si simplemente debería ignorarlo. Opto por lo segundo y abro mi cuaderno, garabateando ideas para la campaña.
—Navidad porteña—digo en voz alta, más para mí misma que para él—. Tiene que ser algo que conecte con la gente, algo auténtico.
—¿Algo como ‘La magia de la Navidad en Buenos Aires’?” —propone, apoyando la barbilla en su mano.
—¿Magia? ¿En Buenos Aires? Charles, en esta ciudad la única magia que hay es cuando consigues un taxi en hora pico.
Él se ríe, genuinamente.
—Tienes razón. Entonces, ¿qué tal algo más realista? Algo como… no sé, ‘Navidad en tiempos de inflación.’
Me detengo. No es una mala idea. Lo odio un poco más por eso.
—Podría funcionar—admito a regañadientes—. Pero tiene que ser algo visualmente atractivo. Nadie quiere ver un post que parezca sacado de un PowerPoint de los años noventa.
—Déjamelo a mí—dice, sonriendo de nuevo—. Soy bueno con lo visual.
Por supuesto que lo eres, Charles, tan hegemónico y simétrico con tu cabello ondulado, tus bíceps trabajados, los hombros y el mentón cuadrados. También eres bueno en irritarme.
Las próximas dos semanas van a ser un caos. Pero si él cree que voy a dejarle ganar, está muy equivocado.