Cuando salgo de la oficina al final del día, estoy tan saturada de luces parpadeantes, guirnaldas torcidas y la sonrisa eterna de Charles que casi me olvido de que alguna vez en mi vida se suponía que este trabajo era mi gran vocación. Pero entonces lo veo. Ahí está él, cruzando la calle frente a la agencia, con un tipo que parece sacado de una película indie. Pelo alborotado, abrigo largo, una bufanda que podría ser una manta. Hablan animadamente y Charles parece más relajado de lo que lo he visto en todo el día. Se ríe, toca el brazo del otro tipo, y yo me quedo clavada en la vereda, como si alguien me hubiera congelado.
¿Es su novio? Tiene que ser su novio, pienso, mientras un colectivo pasa rozándome porque estoy tan distraída que casi me convierto en parte del tránsito porteño o en un decorado aplastado en las calles. Todo encaja: la sonrisa impecable, el traje ajustado, la capacidad innata para irritarme. ¿Cómo no lo vi antes? Claro que Charles es gay. Seguro que fue por eso es que conectó tan rápido con Panzotti. Esas camisas perfectas no se planchan solas. Y no es que me fastidie su sexualidad, lo que me fastidia es que llevo años intentando ocupar el rol de manager que algún día se inauguraría en esta empresa naciente para que se aparezca este “amigo de confianza” del jefe y me arrebate las expectativas.
De repente, me invade una especie de alivio mezclado con fastidio. Alivio porque, si Charles es gay, entonces toda esa energía competitiva que emana no tiene nada que ver con algún tipo de tensión rara que pueda estar inventándome en mi cabeza. Y fastidio porque, incluso siendo gay, sigue siendo más atractivo de lo que debería permitirse.
El resto del camino a casa lo paso armando un plan en mi cabeza. Si Charles es gay, tal vez podría convertirlo en un aliado. No sé cómo ni por qué, pero siento que sería mucho más fácil trabajar con él si al menos pudiéramos ser… amigos. O algo cercano. Además, tener un amigo gay en la oficina siempre suena a algo divertido en las películas. Claro, en las películas nunca tienen a un jefe como Panzotti ni una campaña para un cliente gubernamental que espera milagros con presupuesto de feria de barrio.
***
A la mañana siguiente, entro a la oficina decidida a poner mi plan en marcha. Charles ya está allí, por supuesto, con su laptop abierta y un café que no sé de dónde saca, pero definitivamente no es el brebaje repugnante de la máquina. Me esfuerzo en no rodar los ojos al verlo tan cómodo, como si trabajar conmigo fuera el highlight de su semana.
—Buen día—le digo, intentando sonar casual o que no tiene el poder de exasperarme o de arruinarme el día.
—Buen día, Nina—responde, sin levantar la vista de la pantalla. Siempre tan tranquilo. Intenta hacerme creer que no estuviera compitiendo por el mismo ascenso que yo, pero sé que sí y sé que esto es parte de sus estrategias.
Me siento frente a él y saco mi cuaderno. Tengo que abordar esto con sutileza. O algo parecido.
—Oye, Charles…—empiezo, jugueteando con mi bolígrafo—. Ayer te vi con alguien. Un amigo, ¿verdad?
Levanta la vista, por fin, y me mira con esa expresión que nunca logro descifrar del todo. Como si supiera exactamente lo que estoy pensando, pero prefiriera jugar conmigo en lugar de aclararlo.
—¿Eh? ¿Un amigo?—pregunta, ladeando la cabeza como si no tuviera idea de a qué me refiero.
—Sí, un chico. Parecían cercanos. No es que quiera meterme en tu vida personal, claro—. Gran mentira, Nina. Te estás metiendo de cabeza.
Él sonríe, esa sonrisa que debería venir con una advertencia de peligro, y se inclina un poco hacia adelante.
—¿Te interesa mi vida personal? O sea, quieres saber de mis “amigos”, ¿es así?—pregunta, con un tono que me irrita más de lo que debería.
—No, no—digo rápidamente, sintiendo que mis mejillas se calientan—. Solo me pareció… bonito. Que tengas a alguien, ya sabes, con quien compartir cosas.
No dice nada por un momento. Solo me observa, como si estuviera decidiendo cuánto divertirse a mi costa. Y luego se ríe. Una risa baja, genuina, que me hace querer lanzarle mi cuaderno a la cara.
—¿Bonito?—repite, y su tono hace que la palabra suene ridícula.
—Olvídalo—digo, girando los ojos y volviendo a mi cuaderno—. Solo intentaba ser amable, pero no hay caso contigo.
Él sigue riéndose, pero no dice nada más. Y yo estoy oficialmente furiosa. No sé si es porque no aclara nada o porque su risa tiene un efecto raro en mí. O porque sigue siendo tan insoportablemente atractivo que me dan ganas de gritar.
El día transcurre entre idas y venidas con la campaña. Logramos acordar algunos conceptos básicos, aunque trabajar con él es como intentar decorar un árbol de Navidad con un gato alrededor: todo parece estar en su lugar, pero en cualquier momento alguien va a derribarlo todo. Charles lanza ideas interesantes, incluso buenas, pero siempre con ese tono despreocupado que me hace sentir como si no le importara en absoluto el proyecto. Y eso me irrita más que su sonrisa, lo cual ya es decir.
Al final de la jornada, estoy exhausta. Pero también decidida. Si Charles cree que puede jugar conmigo, está muy equivocado. Estas dos semanas van a ser un campo de batalla, y yo no pienso perder. Aunque eso signifique enfrentarme a su risa, su competencia y, por supuesto, a la maldita posibilidad de que sea mucho más complicado de lo que quiero admitir.