Esta navidad te quiero a ti

11. Amor y Odio por Nina

NARRADO POR CHARLES

El agua caliente cae sobre mi cuello, pero no alivia la tensión. Me apoyo contra los azulejos de la ducha y cierro los ojos, intentando borrar de mi mente la imagen de Nina. Otra vez ella. Esa mirada desafiante, esos gestos exagerados, esa boca que no para de lanzar comentarios mordaces… y, lo peor, lo bien que se le da hacerlo. ¿Por qué demonios estoy pensando en ella a las 7 de la mañana?

Me paso las manos por la cara, tratando de borrar ese recuerdo persistente: ayer, frente a mí, con los brazos cruzados, su cabello escapando de su coleta y su voz cargada de indignación. Esa mujer podría convertir un comentario neutro en una declaración de guerra. Pero lo que más me perturba no es su testarudez, ni siquiera su capacidad para sacarme de quicio en menos de dos minutos. Es algo más. Algo que no quiero admitir ni bajo esta cascada de agua caliente.

Dejo que el agua resbale por mi espalda, tratando de enfocarme en el día que tengo por delante. Pero mi cuerpo no coopera. Me quedo ahí, inmóvil, mientras mi mente se empeña en traer de vuelta cada detalle que debería estar olvidando. La forma en que su camisa se ajustaba ayer, cómo sus manos revoloteaban en el aire mientras discutía conmigo, lo bien que le sienta ese tono de irritación que parece ser su estado natural.

El agua se vuelve más caliente, y mi piel empieza a enrojecer, pero no me muevo. Es como si cada gota me recordara lo condenadamente imposible que es ignorarla. Ayer, cuando nuestras manos se cruzaron accidentalmente en la pantalla del portátil, hubo un instante —solo un instante— en el que el mundo pareció detenerse. Fue tan rápido que podría haberme convencido de que lo imaginé, pero la sensación permanece, quemando más que el agua ahora.

Respiro hondo, tratando de recuperar el control. Basta, Charles. Es tu competencia. Nada más. Pero mi mente no escucha. Me quedo atrapado en un ciclo interminable de imágenes: Nina inclinándose sobre el escritorio, su ceño fruncido mientras intenta entender algo, su sonrisa —esa rara, pequeña sonrisa que me hace olvidar por un segundo lo mucho que me irrita. Todo vuelve, y con cada pensamiento, siento cómo mi cuerpo reacciona, como si tuviera voluntad propia.

Me paso las manos por el cabello, dejando que el agua se mezcle con el jabón, pero no sirve de nada. La imagen de Nina es más persistente que cualquier gota. Siento un calor incómodo extendiéndose por mi pecho, una sensación pesada que me dice que estoy en más problemas de los que quiero admitir. Apago el agua de golpe, como si eso pudiera detener el caos en mi cabeza. El frío me golpea, devolviéndome al mundo real.

Salgo de la ducha y me miro en el espejo empañado, viendo a alguien que no reconozco del todo. No, esto no puede estar pasando. No voy a dejar que Nina se meta bajo mi piel. Me seco con movimientos rápidos y firmes, como si cada pasada de la toalla pudiera borrar el recuerdo de ella. Me visto con mi traje perfectamente planchado, ajusto la corbata para que quede impecable, y me miro una vez más en el espejo. Profesional. Imperturbable. Eso es lo que soy.

El desayuno es automático: café negro y tostadas. Sorbo el café mientras trato de concentrarme en el día por delante. Tengo que trabajar con Nina, salvar su campaña y demostrar que esta tregua funciona. Pero todo lo que puedo pensar es en cómo ella va a hacer que cada momento sea una lucha constante. No porque sea incompetente, sino porque es… ella. Testaruda, brillante y, para mi desgracia, completamente fascinante.

Cuando llego a la oficina, Nina ya está ahí, con su café frío al lado y su ceño fruncido como si estuviera resolviendo un caso de asesinato. Me detengo por un momento en la puerta, observándola. Es un desastre organizado: su cabello recogido apresuradamente, sus papeles desparramados, y esa concentración intensa que hace que todo lo demás desaparezca a su alrededor. Es… adorable. Maldición. ¿Adorable? No, no, no. Borra esa palabra de tu cabeza, Charles.

—Buenos días, Nina —digo, entrando y dejando mi maletín sobre la mesa.

Ella ni siquiera levanta la vista cuando responde.

—Charles.

Su tono es tan cortante como siempre, pero no puedo evitar sonreír. Es como si sus palabras estuvieran diseñadas para provocar. Me siento frente a ella y me inclino hacia mi computadora, tratando de no notar lo bien que le queda esa camisa. Céntrate, Charles. Esto no es un concurso de belleza.

El día avanza como esperaba: un campo de batalla constante. Discutimos sobre los videos, sobre los textos, sobre cada detalle insignificante, y aunque me esfuerzo por mantener la compostura, no puedo evitar disfrutarlo un poco. Nina es un huracán, un caos con patas, pero hay algo en su energía que me impulsa a seguir adelante.

—Esto necesita más ritmo —digo, señalando la pantalla.

—No necesita ritmo, necesita contexto —replica, cruzando los brazos.

—Si tiene contexto pero no ritmo, nadie lo va a ver. Es como un chiste largo sin un buen remate.

Ella me lanza una mirada que podría derretir hielo, pero luego, inesperadamente, se ríe. Es una risa corta, casi involuntaria, pero suficiente para desarmarme por completo.

—¿Qué? —pregunto, tratando de sonar casual.

—Nada. Es solo que, por un momento, casi pareces humano.

Le devuelvo la sonrisa, incapaz de evitarlo.

—Bueno, tú tampoco eres un robot todo el tiempo.

Es un intercambio pequeño, insignificante, pero me deja con una sensación extraña en el pecho. Es como si, por primera vez, hubiera un atisbo de algo diferente entre nosotros. Algo que no quiero admitir, pero que está ahí, creciendo en silencio.

Mientras salimos de la oficina al final del día, trato de convencerme de que esto no significa nada. Pero cada vez que pienso en Nina —en su risa, en su testarudez, en la forma en que me desafía a cada paso—, sé que estoy en problemas. Grandes, enormes problemas. Y no tengo ni idea de cómo salir de ellos.




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