Esta navidad te quiero a ti

15. Feliz navidad

El reloj en la pared, viejo y un poco desfasado, marca las 7:00 p.m. en la oficina. Esa oficina que a estas alturas no parece un lugar de trabajo, sino una extensión caótica de nuestras vidas. El aire se siente pesado, cargado no solo por el aroma constante a café quemado y el perfume tenue del pino artificial en la esquina, sino también por las semanas de agotamiento acumulado. Las luces navideñas parpadean con una mezcla de calidez nostálgica y fatiga, como si fueran conscientes del cansancio de quienes las rodean. Las mesas están abarrotadas de papeles arrugados, tazas de café semivacías que nadie se molesta en recoger, y cintas adhesivas pegadas en los lugares más insospechados. Son testigos silenciosos del ritmo frenético de las últimas semanas.

Charles y yo estamos todavía ahí, atrapados en ese espacio común que a veces parece más una trinchera que un lugar de colaboración, gestionando a los equipos que están cubriendo la ciudad en medio de las celebraciones. Estamos ajustando los últimos detalles de la campaña que se desplegará esta noche y mañana, en pleno caos de Nochebuena y Navidad. Es un trabajo agotador, pero de alguna manera también estimulante. La presión nos une y, aunque no lo admitiría en voz alta, me he acostumbrado a trabajar codo a codo con él. Nuestra dinámica es curiosa. Su obsesión por el orden y mi inclinación por el caos estructurado parecen complementarse de una manera que jamás hubiera imaginado tolerar. Y, sin embargo, aquí estamos.

Charles tiene esa manera de ser que exaspera y fascina al mismo tiempo. Es perfecto hasta la náusea: siempre impecable, siempre seguro, siempre con la palabra correcta. Es irritante, claro, pero también provoca algo más. Algo que me lleva a situaciones que probablemente no deberían ocurrir en horario laboral, como cuando termino besándolo contra la máquina de café mientras nadie nos ve. Es una forma curiosa de canalizar mis frustraciones, pero no niego que resulta efectiva.

—¿Crees que esto sea suficiente para las historias en vivo? —pregunto, revisando el último borrador que ha escrito.

—No creo. Sé que lo es —responde sin levantar la vista de su pantalla, con esa seguridad que me irrita tanto como me intriga.

Ruedo los ojos, pero no tengo energías para discutir. Además, para mi desdicha, tiene razón. Siempre tiene razón. Me estiro en mi silla, sintiendo el tirón de los músculos entumecidos por horas en la misma posición. El cuerpo empieza a quejarse, y mi mente tampoco está muy lejos de hacerlo.

—Necesitamos un descanso —anuncio, cerrando mi laptop con un golpe que parece subrayar mi determinación.

—¿Ahora? —Charles me mira como si acabara de proponer algo descabellado, como abandonar todo y huir a una isla tropical.

—Sí, ahora. A menos que quieras que tu impecable campaña se venga abajo porque ambos terminemos escribiendo cualquier tontería de tanto cansancio. Vamos, te invito un café.

Su suspiro es la señal inequívoca de que está cediendo. Me sigue hacia la pequeña cocina improvisada en la oficina, ese rincón que parece estar atrapado en un perpetuo desorden acogedor. Puedo sentirlo detrás de mí, su presencia casi tangible. Es curioso cómo su proximidad tiene ese efecto electrizante en mi sistema nervioso. En la penumbra de la cocina, él se apoya en la encimera mientras yo busco las cápsulas de café. Hay un silencio entre nosotros que no es incómodo. De hecho, está cargado de una tensión que disfruto más de lo que debería.

Cuando me giro, con dos tazas en las manos, lo encuentro tan cerca que casi tropiezo con él.

—¿Qué haces? —pregunto, aunque la respuesta parece evidente en la intensidad de su mirada.

—Esperando mi café —responde, pero el tono de su voz sugiere algo completamente diferente.

No digo nada, pero tampoco me aparto cuando sus manos encuentran mi cintura. El café queda olvidado en el pequeño mostrador, y en un instante, sus labios encuentran los míos. Es un beso lleno de todo lo que hemos callado: cada discusión, cada mirada furtiva, cada roce accidental que parecía tener demasiado significado. Mis manos suben automáticamente hasta su cabello, y por un momento, no hay mundo más allá de nosotros dos.

La noche sigue avanzando, y eventualmente el trabajo nos reclama de nuevo. Pero algo ha cambiado. La atmósfera entre nosotros es distinta, más ligera, casi cómplice. Me sorprendo riéndome de uno de sus chistes malos mientras configuramos la cuenta de Instagram para el último post. Es absurdo, pero por primera vez en mucho tiempo me siento bien. Feliz, incluso.

—No puedo creer que esté diciendo esto, pero creo que vamos a lograrlo —comento, mirando el calendario de tareas que casi hemos completado.

—¿Dudabas? —pregunta, con esa sonrisa suya que siempre me hace querer golpearlo o... algo mucho más problemático.

—Siempre dudo de ti, Charles. Es mi pasatiempo favorito.

Nos reímos, y por un instante, todo parece perfecto. Pero la perfección es efímera. Pronto llega la hora del brindis junto a los compañeros que siguen en este espacio, y todos nos reunimos en la sala común. Está decorada con guirnaldas y luces, y hay una mesa con sidra y bandejas de dulces que nadie parece querer tocar. Panzotti, nuestro jefe, se lanza a un discurso que se siente interminable, lleno de frases trilladas sobre trabajo en equipo y logros compartidos. Charles y yo intercambiamos miradas de exasperación, como si compartiéramos un lenguaje secreto que solo nosotros entendemos.

Finalmente sucede lo que tenía que suceder, es que llega el momento que todos esperaban.

Panzotti alza su copa y, con tono ceremonioso, anuncia:

—Este año, debido a su desempeño sobresaliente y su dedicación al trabajo en equipo, hemos decidido otorgar el ascenso a...

El tiempo parece detenerse. Mi corazón late con fuerza, y una mezcla de esperanza y temor se apodera de mí. He trabajado duro. Sé que lo merezco. Pero también sé que Charles ha estado ahí, y aunque me cueste admitirlo, él también lo merece.




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