Esta no es una Historia de Terror

Esta no es una historia de Terror: La casita

Los domingos nos reuníamos en la casa de la nona, los primos, los tíos y algún vecino viejo que se sumaba. Desde temprano se armaban las mesas en el patio si hacía buen tiempo y se preparaban las pastas. A las dos, las familias se sentaban a tomar café, y la nona se ponía un pañuelo con arabescos marrones en la cabeza. Luego tomaba su banquito plegable y nos invitaba a mi prima Sarita y a mí a visitar al nono.

Nos íbamos al cementerio, que quedaba a cuatro cuadras derecho por la misma avenida donde vivía la abuela, en el barrio. El sol de las dos pegaba fuerte en las veredas grises que rodeaban el cementerio. Cruzábamos las rejas de la tercera puerta y, por la callecita lateral, caminábamos detrás de la nona, que se balanceaba de un lado a otro graciosamente, mientras nosotras hacíamos un zigzag entre las tumbas antiguas sin perderla de vista.

Al llegar a la tumba del nono, limpiábamos las vasijas que contenían las flores marchitas de la semana anterior y armábamos ramilletes nuevos, coloridos y perfumados. Terminadas las tareas, la nona desplegaba su banquito y se sentaba frente a la puerta de vidrio recortado, junto a las otras nonas que hacían lo mismo, y a veces conversaban de "casita en casita".

Ahora, de más grande, ahora que la nona partió, he vuelto varias veces al cementerio, porque está en el barrio y porque, a veces, no hay nada mejor que hacer durante una caminata improvisada. Las historias del cementerio son muchas; algunas las recolectamos con Sarita en esas visitas al nono. Las contaba la abuela en media lengua italiana, señalándonos las tumbas con descaro. También las contaban las viejitas sentadas en sus propios banquitos plegables.

Siempre que vuelvo, paso por la casa de los abuelitos y, al regresar, me detengo en la tumba que más me impactó de pequeña. Está construida en la calle principal del cementerio, casi al pie de la catedral interior que se encuentra justo al ingresar. Me quedo un rato observándola de lejos y recuerdo la historia.

Su estructura no se parece a las demás tumbas. Es como un departamento moderno, con ventanales opacos por los que no se puede ver hacia adentro. Solo por una esquina, si achinas bien los ojos al espiar por un borde del vidrio donde no llegó el esmerilado, puedes ver su interior. Si no fuese un cementerio, podrías decir que se trata de un departamento común, una casita, como le decíamos con Sarita.

En esa época, dejábamos a la nona sentada en su banco plegable y corríamos hasta la calle principal a ver "la casita". Agolpadas contra el borde del vidrio sin esmerilar, ajustábamos la vista para ver el interior. Como si se tratara de una vivienda, podíamos ver en un rincón una cocina y una mesada, algunos estantes marrones con adornos, una biblioteca pequeña y un sillón. Daba la sensación de estar espiando una sala familiar, si ignorabas el ataúd colocado cerca de la biblioteca, amortajado y cubierto de polvo gris, y la quietud, el silencio del vecindario.

La voz de la nona sonaba en mi cabeza contando la historia:
—No se parece a una casita, es una. La hizo preparar el padre de la difunta. Dicen que murió siendo una adolescente. Era hija única, y el padre no soportaba la pérdida, así que armó la casita para que su hija, de alguna forma, siguiera viviendo.

Sarita no se tomaba muy en serio las historias solemnes de la abuela, quizás porque aceptar que una difunta viviera allí, casi de nuestra edad, nos acercaba un poco a la muerte.

—Deberías ver los vecinos que tiene la dueña de la casita —decía Sarita—. En la esquina está el nene del pozo.

En la tumba del niño se juntaban juguetes. Cada semana, la madre del pobre niño fallecido, que murió a los ocho años luego de caer en un pozo, mitigaba su dolor cambiando la decoración con cortinados de diferentes colores y limpiando los juguetes, como si fuese una habitación infantil. Si te asomabas, te recibía el rostro dulce enmarcado en una gigantografía gris que habían colgado dentro de la tumba, justo al costado del ataúd.

—Y acá nomás está Yoli —añadía Sarita, afinando la voz mientras desfilaba por las callecitas vacías—. ¡Yoli, Yoli, Yoli!

Se refería a la tumba de una mujer que estaba llena de collares colgando, LPs de cantantes melódicos y fotos de ella, una bella morocha que posaba en diferentes atuendos y ciudades. Un cartel de bronce rezaba “Yoli” en la entrada. No había nadie nunca, y el polvo descansaba sobre todas las cosas.

Lejos de la casita, en la parte más antigua del cementerio, donde estaban las tumbas de tierra dispuestas de manera desordenada, formando callejones diminutos de cruces y ángeles, había otra casita. Era famosa porque salió en los diarios por ser una historia curiosa: una construcción de cemento que parecía la maqueta de una casa diminuta, con balcones, ventanas, patios, entradas y escaleritas pequeñas. La había construido un esposo apenado para su esposa, ya que, en vida, nunca pudo construir una casa para ella.

Resonaba en mi memoria la voz de la nona, con su pañuelo en la cabeza, comiendo un pedacito de pan mientras hablaba animada con las otras nonas.

Con Sarita conocíamos los nombres de los habitantes más interesantes y organizábamos un tour imaginario cada vez que visitábamos el cementerio bajo el sol.

—Estas dan miedo —decía Sarita mientras caminaba rápido, evitando mirar las tumbas rotas, abiertas y tétricas, las más antiguas, que rompían la ilusión de estar visitando un barrio cualquiera.

Terminábamos siempre en la casita, espiando por el borde del ventanal, buscando alguna foto que nos mostrara cómo era la dueña del lugar, pero no había ninguna. Ni una sola imagen sepia de la joven habitante de la casita. Las historias de la nona solo reflejaban el acto desesperado de un padre que no soportó tan terrible pérdida.

Nunca veíamos a nadie los domingos y, por la cantidad de polvo acumulado dentro, suponíamos que tampoco habría visitas los demás días. Así que nosotras inventábamos las partes que faltaban de la historia.



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En el texto hay: historia del pasado, vecinos, barrio

Editado: 20.11.2024

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