Una estrella
Cuando murió Belén, Rami se desmoronó. Literalmente, pasó de ser un joven prometedor, con una novia que adoraba, su propio auto dorado y un corte de pelo moderno, a convertirse, por dos semanas, en "el joven vecino que llora a los gritos durante la noche". Yo podía escucharlo cuando subía a la terraza con un termo de mate dulce, en silencio, para no alertar a nadie. Las ventanas de la casa de Ramiro, justo las de su habitación y las de sus hermanas, daban a mi terraza. Por eso, me escondía detrás del termotanque, en la oscuridad, para escucharlo llorar.
No es que disfrutara esa tarea, pero todo el barrio quedó sombrío tras la noticia de la muerte de Belén. Cada grito y sollozo de Ramiro en la noche me provocaba pesadillas terribles, que me transportaban al lugar del accidente y me hacían ocupar el lugar de Belén en esos sueños.
No suelo luchar contra las pesadillas. Prefiero buscar soluciones alternativas que rodeen el problema, porque le temo al insomnio. Lo he sufrido desde pequeña, y me ha costado toda mi corta vida combatirlo. Por eso, durante un tiempo, preferí salir a escuchar los sollozos de Ramiro hasta que se detenían. Supongo que se dormía, y yo podía dormir también. Todo para evitar el insomnio y las pesadillas.
Ramiro creció en mi barrio. Cuando cumplió 20 años, se enamoró de Belén, que apenas tenía 13. No recuerdo bien su cara, pero sí el estupor que me causaba que alguien tan joven estuviera de novia con mi vecino. A sus padres no les importó; de hecho, la madre de Belén adoraba la relación. Paraba en la carnicería y contaba lo bueno que era Ramiro, lo amable, lo tranquila que estaba de que su hija, en los inicios de su vida amorosa, hubiese elegido a alguien como él: un chico en la facultad, con auto propio, dos hermanas mayores con títulos universitarios y una casa hermosa.
Las hermanas de Ramiro no estaban tan felices. La corta edad de Belén y sus andanzas por el barrio no les dejaban dormir. Siempre, al pasar por la panadería, comentaban su preocupación:
—Belén es muy chica, anda sola por el barrio… Y Ramiro se la pasa estudiando y trabajando.
—Los fines de semana están juntos, los vemos en el auto de Ramiro yendo para Capital.
—Van y vuelven cargados con los caprichos de Belén. No, no es envidia, Mary. Es preocupación. Ramiro está como un boludo.
A los 15 años, Belén abandonó a Ramiro, como era de esperarse. Él, después de insistir y llorar con sus hermanas durante meses, entendió que ese romance no podía ser. Poco tiempo después, se puso de novio con Julieta, de 17 años, quien pasó a ser "la nueva nena de Rami", como decía mi papá entre risas.
Así como nació el amor, se olvidó. Ni Belén ni Ramiro volvieron a buscarse, hasta que, a los 17 años, Belén regresó a buscarlo. Decidieron retomar la relación clandestinamente, dándole tiempo a Ramiro para terminar con Julieta sin lastimarla.
—Tiene 24 años este boludo. No sé qué tiene frito en el cerebro —decía su hermana mayor, cansada de todo. Sabía que, con Belén a punto de regresar, volverían los caprichos y las noches de su hermano buscándola por el barrio a pedido de la madre de la chica.
—Cualquier cosa que le pase a esa pendeja va a ser responsabilidad de Rami —añadía la hermana abogada, con amargura, mientras guardaba un cuarto de palitos de salvado en su cartera carísima.
Ramiro no quería mantener dos relaciones a la vez, así que le propuso a Belén concentrarse en preparar sus últimas materias del colegio mientras él cerraba su historia con Julieta. Durante esas dos semanas no volverían a verse ni hablarse. Porque, si algo caracterizaba a Ramiro, era su afán por ser correcto, salvo por el pequeño detalle de las edades de sus novias.
Me cebo un mate dulce en la oscuridad y escucho el llanto de Ramiro que llega desde su ventana. Por momentos aminora, y escucho las palabras de consuelo de sus hermanas mayores. Pero nada cambia; en unos minutos, vuelve a arrancar con más fuerza.
—¡No, no, mi nena! —grita desconsolado, y llora, y llora.
Durante esa semana en que no se vieron, Belén murió. Por primera vez, le hizo caso a Ramiro. Salía de preparar unas materias y, volviendo en la moto de un amigo, una camioneta la atropelló en la esquina de la panadería, a dos cuadras de la casa de Ramiro. El golpe fue limpio: su cabeza contra el cordón y la vida se terminó en un segundo para Belén.
La forma en que Ramiro se enteró de su muerte no fue tan limpia. Una semana después del entierro, al regresar de dejar a Julieta en el dentista, vio cómo pintaban una estrella amarilla en el cemento, como se estila en los accidentes fatales de transito. Al principio, permaneció en silencio, observando el homenaje, hasta que vio a su futura suegra llorando con un ramo de fresias. Fue entonces que leyó el nombre pintado en la estrella:
—¿Mi Belén? —preguntó desesperado.
—Mi hija… —respondió ella.
—Pero… —dijo, tomándose la cabeza.
—La enterramos con su vestido de 15 años —replicó la señora, dejando las fresias junto a la estrella en el cemento.
Desde mi techo, veo que las luces de la casa de Ramiro están apagadas. Parece que ha dejado de llorar. Me termino el último mate y bajo a dormir.