Mi padre siempre dice que las peores peleas son las que suceden entre familiares. Siempre tienen que ver con mentiras y traiciones, y según él, hay un amplio rango de todas ellas, desde las que son inocentes hasta las que causan explosiones.
Lo peor, creo yo, debe ser no tener escapatoria de las consecuencias. Si perdonas, nada, y repito nada, va a hacer que el ofendido lo olvide porque estarás allí para recordarle la ofensa con tu existencia. Si no se perdona, se crea una grieta en el suelo: algunos tendrán que quedar de un lado y los restantes del otro. No hay término medio para las peleas familiares. Y si, por casualidad, estás pensando en una tercera opción, la única que queda para los que no quieren quedar en ningún borde, que no quieren ocupar el rol del ofendido o del que traiciona, es desaparecer. Tirarse en el medio del agujero que dejó la bomba y desaparecer para siempre, diría mi papá. Porque, en cuanto asomes la cabeza, vas a tener que elegir un lado.
Estaba pensando en todo eso mientras caminaba por el barrio distraída. Y ahí los vi: los hermanos Villa.
—¡Qué vas a saber vos, salame!... ¡Si nunca tuviste pelotas para mostrarte más que la careta esa que tenés, que ya todos sabemos que no cubre nada!—gritaba el mayor de los Villa, corpulento, lleno de rulos, con la ropa de mecánico engrasada, señalando desde la ventanilla de su casa al otro Villa.
—¿Y vos? ¿Vos tenés de esas?... Sí, sí, debes tener, pero las debe guardar Norita en el armario que te afanaste de la casa de papá... ¡Ladrón!—el otro Villa, risueño, apoyado en la baranda de su casa, respondía los insultos con la misma altura que su hermano: ninguna.
—Por lo menos Norita no le niega los nietos a mamá. ¡No te metas con mi mujer, tarado! Acordate que es la que cuida a la vieja, y no como vos y la flaca, que viven de arriba en una casa que no es de ustedes...—
—¿Y quién sos vos para decir qué es o no es nuestro?—El Villa del balcón se puso rojo, golpeó con un puño la baranda y gritó:
—¡Mira, callate, Mariano! ¡Callate, querés! No digas gansadas que yo no me quedo con nada de nadie. Y si Norita eligió cuidar a mamá, es por todo lo que le debe... ¿Quién te creés que le crió los cinco críos?—
—¿Y el tuyo? ¿Quién lo cuida cuando tu señora se hace la vendedora de perfumes pedorros? ¿Te creés que no sabemos que la hacés venir bajo el rayo del sol a las 12, cuando la reina se levanta, para cuidarle el nene mientras ella se va a "vender"?—
—Mamá viene porque quiere... Nadie la obliga.—
—La obliga la situación. Si no lo ve así, no lo ve nunca. ¿O te olvidaste de la invitación?—
—Bueno, salame, volvé para tu casa. No tenés que hacer nada acá. Ya te dije que yo no tengo tu escalera. La que tengo me la regaló papá.—
—Qué curioso, también tenés la máquina de cortar pasto, la escalera, la pala, la silla y el Torino de papá... Todos resultaron regalos.—El Villa mayor puso en marcha el auto y, ofuscado, dio marcha atrás con violencia, no sin antes lanzar insultos al Villa menor, que permaneció en la baranda.
Más allá de esta escena, que era de alguna manera habitual en el barrio entre los hermanos Villa, me quedé pensando mientras continuaba mi caminata en el asunto de la invitación que Mariano Villa había mencionado durante la discusión.
Si no perteneces a la familia, es muy difícil obtener los detalles que necesitas para hilvanar las historias. Necesitas algo o alguien, un nexo, un espía dentro. Y yo tenía uno: Conrado, el hijo de la flaca y el Villa menor. Era compañero de dibujo, un niño silencioso que solo levantaba la voz para generar una queja o iniciar un capricho, pero que extrañamente gustaba de mi compañía, también silenciosa.
Soliamos pasar las tardes sentados uno al lado del otro, dibujando manzanas y tomates que ponía diligente la profesora para que hiciéramos arte. Nunca cruzábamos palabra alguna, salvo las indispensables para ocupar la silla de al lado del dibujante o para intercambiar miradas sobre nuestras creaciones. Así que sería cuestión de esta vez elegir mejor las palabras para, con el tiempo, poder indagar...
No tenía tanta paciencia. Directamente, el martes de dibujo, después de que la profesora colocara una frutilla para dibujar frente a nosotros, le pregunté:
—¿Por qué se pelean tanto tu papá y tu tío?—sin dejar de dibujar y mirando de reojo al niño dibujante.
—Por la invitación...—dijo Conrado sin dejar de dibujar tampoco.
—¿A tu cumpleaños?—afirmé.
—Pues no... No exactamente... Mi comunión.—
—¿No los invitó tu papá?—
—Más o menos.—Y guardó silencio el resto de la tarde, alejándose a sacar punta a su lápiz negro, haciendo una pausa en la historia involuntaria.
—¿Qué pasó en tu comunión, Conrado?—le dije la clase siguiente, mientras diluíamos el rojo varias veces para lograr una escala que llegara al rosa.
—Papá hizo una fiesta muy grande. Alquilamos una quinta, mamá invitó a sus amigos, a la prima Lara...—
—¿La que es hija de tu abuela, esa que está en la primaria?—
—Sí, esa... Y al tipo Gero...—
—¿El hermano de tu mama, ese que fuma como locomotora y a veces te viene a buscar?—
—Exacto...—
—No veo nada de raro en esas invitaciones...—
—También invitó a dos amigas de la feria de perfumes que vinieron con sus hijos y a los chicos del colegio.—
—Una fiesta grande...—
—Sí, había animadoras, payasos, un inflable y pizza party...—A pesar de estar contando algo que debió ser un recuerdo alegre para él, su mirada se aguó por un instante.
—Invitó a tu tío y tus primos también, me imagino, y a tu tía Norita.—Se hizo un silencio que duró hasta que Conrado consiguió un precioso tono de rosa.
—Sí los invitó, pero a otra hora...—
—No entiendo...—Ya vislumbraba la punta del hilo que necesitaba para conocer el entuerto de los Villa.
—Mamá le puso una condición a papá. Podría invitar a su familia, los nonos y los tíos, si cambiaba la hora en la invitación. Tuvieron una pelea que casi cancela la fiesta, pero al final ganó mamá.—