Esta no es una Historia de Terror

Esta no es una historia de Terror: El choque

El choque

La encontré parada en medio de la calle vacía, justo en la punta de la olla, el sector del barrio que se inundaba primero con cada lluvia torrencial. Eran las dos de la tarde, debió haber estado todo en silencio cuando sucedió. Conce miraba agitada una camioneta sin ocupantes que se había incrustado contra un auto pequeño estacionado en el cordón de la vereda.

No vi toda la escena, pero Conce intentó explicarme. Se encontraba sentada en la puerta de su casa como hacía siempre durante las vacaciones, después de comer, directamente sobre el frío piso de cerámica. Desde donde estaba podía ver la bajada empinada de la calle, la olla, como le decíamos todos, esa misma bajada que muchas veces nos servía a Conce y a mí de pista para bajar a toda velocidad con nuestras bicicletas, girar rápido en la esquina y volver a empezar, la misma bajada que servía de trampolín a los patinadores de la zona, la que agobiaba a las señoras al subir por sus laterales luego de volver de algún mandado. Estaba pensando en cosas, muchas cosas, cuando llegó la camioneta de un trabajador del pequeño hotel que se construía en la cuadra de la olla. Ella fijó la vista en el señor que, al pasar, le silbó y murmuró una asquerosidad, bajó la mirada instintivamente y, cuando la levantó con asco y bronca, fijó su vista en la camioneta estacionada con la puerta abierta. El trabajador ya no estaba; de una, corrió hacia la construcción, quién sabe para qué diligencia.

Conce fijó la vista en la camioneta, estacionada en las laderas de nuestra calle, desafiando un poco la gravedad, vacía. Afinó los ojos, hizo fuerza con los puños cerrados y se concentró en las ruedas, pensó fuerte, empujó fuerte con su mente y con su enojo. Pero no pasó nada. Se rió en silencio y procedió a comerse una uña.

Cuando volvió a levantar la mirada, la camioneta, en silencio, bajaba despacio cruzando la calle, en picada, por la olla. Conce se desesperó y, sin saber qué hacer, corrió hasta el hotel en construcción, justo cuando la camioneta a la deriva impactaba contra el pequeño auto estacionado al final de la calle, en frente de ella. Se tomó la cabeza con las manos y le empezaron a latir las sienes. Fui la primera en asomarme, justo cuando salió de la construcción el dueño de la camioneta y, del otro lado, el dueño del auto. Conce estaba muda, estática.

—¿La empujaste vos? —le dijo el trabajador, como tratando de ocultar una posible negligencia, segura negligencia, en la niña asustada que había quedado muda.

Conce salió de su mutismo y le gritó:

—¡Yo solo corrí a avisarte, boludo! —y se puso roja como un tomate ante la mirada de enojo del dueño del auto y la mirada maligna del trabajador.

Me acerqué a Conce y, con nosotros, los demás desvelados de la siesta. El daño al pequeño auto fue espantoso. Era como cuando con los autitos de algún vecino armábamos en la vereda un efecto dominó y alguno se desarmaba en el choque.

El trabajador tuvo la intención de culpar a la pobre Conce por una supuesta travesura de empujar calle abajo una camioneta cargada de ladrillos, con sus metro y medio de altura y sus brazos de palillo… y una supuesta telequinesis recién nacida.

Hasta que el dueño del cochecito sentenció con cierta sabiduría:

—Idiota, ¿y el freno de mano no lo sabés usar? —señalando la camioneta—. Pudiste matar a alguien, pudo haber dado contra una persona inocente.

Rescaté a Conce del montón de personas adultas y, cuando quiso decirme algo, la silencié.

—Aprende a quedarte en tu esquina, Concepción, los adultos sacuden sus errores contra personas como vos.

No volvimos a hablar de eso, pero Conce no volvió a sentarse en la puerta nunca más.



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En el texto hay: historia del pasado, vecinos, barrio

Editado: 16.03.2025

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