Mariana
El sonido de las risas infantiles llenaba la casa, rebotando entre las paredes como pequeñas explosiones de alegría. Globos azules y blancos flotaban por todos lados, y sobre la mesa reposaba un pastel con forma de tren, decorado con las figuras favoritas de mi hijo. Ese día cumplía cinco años.
Mi pequeño saltaba emocionado, con las mejillas sonrojadas y el cabello revuelto por tanto correr. Verlo feliz era como respirar después de haber estado bajo el agua. Nada en este mundo me provocaba más ternura, más amor, más orgullo… ni más culpa.
Estábamos rodeados de gente, pero como siempre, él y yo parecíamos estar en nuestra propia burbuja. Entonces, lo vi entrar. Mi esposo. Siempre impecable, siempre distante. Caminó entre la gente con esa misma frialdad que se había instalado entre nosotros hacía años. Se acercó a mi hijo, le acarició apenas el cabello con una mano rígida y dijo:
—Feliz cumpleaños.
El niño le sonrió con la inocencia de quien aún no sabe que hay gestos que duelen más que las palabras. Luego, sin esperar más, Tadeo se dio media vuelta y fue al rincón donde estaba él. Su otro hijo.
Lo vi agacharse, abrir los brazos y abrazarlo con fuerza. Le sonrió como nunca me ha sonreído a mí… como jamás le ha sonreído a mi hijo. Mi pequeño me miró confundido, y yo no pude evitarlo: se me llenaron los ojos de lágrimas. Lo abracé fuerte, tan fuerte como pude, y le susurré al oído:
—Perdón, mi amor… Perdóname.
—¿Por qué, mamá? —preguntó, con esa voz suavecita que aún arrastraba las erres.
Lo miré. Tan puro, tan mío. Y aún sin entender nada, me rodeó el cuello con sus bracitos y apoyó su carita en mi hombro.
—Por no haber hecho las cosas diferente —respondí, tragándome las lágrimas.
—Yo te amo, mamá —me dijo.
Y en ese instante, mientras lo apretaba contra mi pecho y sentía su corazón latiendo al ritmo del mío, lo supe con más claridad que nunca: de todas las decisiones equivocadas que tomé, él fue la única que valió la pena.
El rechazo, la indiferencia, la frialdad que nos rodeaban no eran nuevas. Llevaban años instaladas en esta casa. Años creciendo como una grieta en el alma. Y aunque todos veían en mí a una mujer privilegiada, yo sabía la verdad: todo esto era mi culpa.
Todo comenzó hace aproximadamente seis años.
Parecía un día normal. Uno más en el calendario. Pero no lo era. Era mi primer día en la universidad. A simple vista podía parecer tranquila, incluso indiferente, pero por dentro… estaba hecha un manojo de nervios. Acababa de regresar al país nuevo, y no había ni una sola cara familiar a mi alrededor. Todos mis amigos se habían quedado en casa. Y yo… yo estaba sola.
Caminaba por el campus intentando recordar hacia dónde iba, pero mis pensamientos iban más rápido que mis pies. Iba tan inmersa en ellos, tan distraída en mis propias inseguridades, que no vi venir lo inevitable.
Choqué con alguien.
El impacto me hizo perder el equilibrio y caí de espaldas. Un quejido escapó de mis labios mientras el mundo parecía tambalearse por un segundo. Entonces lo escuché.
—¡Lo siento! ¿Estás bien?
Una voz masculina, profunda y cálida.
Alcé la mirada, aún aturdida… y lo vi.
Unos ojos negros. Oscuros. Intensos. Como si la noche se hubiera colado en ellos solo para mí.
Sentí que la garganta se me secaba y que el corazón me latía tan fuerte que podía escucharlo. ¿Era eso amor a primera vista? No lo sabía. Pero si lo era… entonces sí, me acababa de enamorar.
Me quedé congelada unos segundos, sin poder reaccionar, atrapada en esa mirada. Él frunció el ceño, preocupado, y fue su voz la que me sacó de ese extraño hechizo.
—¿Estás bien? —repitió.
Asentí de forma automática, como si mi cuerpo respondiera antes que mi mente. Vi su mano extendida hacia mí. Dudé un segundo, pero la tomé. Su tacto era firme, pero gentil. Me ayudó a incorporarme, y cuando estuve de pie, le agradecí en voz baja.
—Tienes que tener más cuidado al caminar —mencionó con una media sonrisa.
Estaba a punto de responderle algo —lo que fuera—, pero su teléfono comenzó a sonar. Respondió enseguida.
—Sí, ya estoy llegando a la facultad —declaró. Colgó rápido, como si no quisiera perder más tiempo.
Me miró otra vez. Esa sonrisa suya aún brillaba.
—Nos vemos —dijo, y comenzó a alejarse.
Yo me quedé ahí, viéndolo caminar, sintiendo cómo algo dentro de mí se agitaba. Quería detenerlo, preguntarle su nombre, inventar una excusa para retenerlo unos segundos más. Pero no me moví. Solo lo seguí con la mirada.
Entonces lo vi saludar a alguien. Corrí hacia esa persona sin pensarlo.
—¡Espera! ¿Tú conoces a ese chico?
El muchacho me miró, confundido.
—¿Tadeo? ¿Tadeo Miller?
—¿Así se llama? —pregunté, con una mezcla de emoción y vértigo.
—Sí. Es el capitán del equipo de hockey.
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Editado: 16.05.2025