Esta vez haré las cosas diferente

CAPÍTULO 7: UN CAMBIO REPENTINO

Los días transcurrieron con aparente normalidad. Las vacaciones terminaron, el nuevo ciclo universitario comenzó, y yo seguía sin tener noticias de Tadeo. Aunque su ausencia se había vuelto parte de mi día a día, no dejaba de sentirme intranquila.

—¿Te vas o te quedarás a la inauguración? —preguntó mi compañera de clase más cercana.

Le sonreí con suavidad.

—Tengo planes, así que me voy.

—Bueno, entonces nos vemos mañana —respondió, dándome un beso en la mejilla antes de marcharse.

Observé cómo aquella brillante chica salía del salón, y luego comencé a guardar mis cosas con calma. Como era el primer día de clases, tendría libre el resto de la tarde, y había quedado en almorzar con Guillermo.

Al salir de la universidad, mis ojos buscaron de inmediato a Guillermo. Esperaba que ya hubiera llegado… pero para mi sorpresa, me encontré con alguien completamente inesperado.

Allí estaba Tadeo.

Me miraba con una sonrisa distinta, más suave… menos segura. Me saludó con un sutil movimiento de mano, y yo, aún sorprendida, le devolví el gesto. Me quedé inmóvil, sin saber qué decir o hacer, y él no tardó en acercarse.

—Ha pasado un buen tiempo sin vernos —dijo con esa amabilidad tan única que lo caracterizaba—. ¿Cómo has estado?

—Bien… ¿y tú? —respondí de manera casi automática.

—Bien —dijo él, esta vez con un tono más seco.

El silencio se apoderó de nosotros por unos segundos. Por suerte, un mensaje en mi celular rompió la tensión. Bajé la mirada y lo leí: era Guillermo.

—¿Ya tienes planes? —preguntó Tadeo de pronto.

—Ah, sí… Almorzaré con Guillermo —revelé sin pensarlo mucho.

—Qué lástima. Yo venía a invitarte a almorzar —confesó.

Sin querer, un “¿qué?” se escapó de mis labios.

—Que es una lástima. Yo venía a invitarte a almorzar —repitió con calma.

Asimilé sus palabras y apenas pude susurrar:

—Sí… es una lástima.

Ver su mirada apagada me estrujó el corazón. Antes de pensarlo demasiado, dije:

—Tal vez… puedo cancelar mi plan con Guillermo.

Tadeo me miró, sorprendido, y respondió rápidamente:

—No es necesario. Podremos salir otro día… —hizo una breve pausa y agregó—: No quiero darle a tu primo más motivos para no agradarle.

Solté una pequeña risa.

—No hay nada de qué preocuparse. Guillermo no lo sabrá.

—Bueno —murmuró él.

Emocionada por la oportunidad que se me presentaba, llamé a Guillermo. Contestó de inmediato.

—El tráfico es terrible a esta hora —se quejó.

—Lo es… Guillermo, pasó algo.

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea.

—¿Qué pasó?

Miré a Tadeo de reojo, tragué grueso y preparé una pequeña mentira.

—Bueno, es que una compañera me invitó a almorzar y no supe cómo decirle que no.

—Entiendo… Está bien si se une a nosotros —dijo Guillermo, sin titubeos.

—No, ella no puede unirse a nosotros —me apresuré a responder.

—¿Por qué no?

—Porque eres muy guapo y si te ve, se va a enamorar. Luego querrá ser mi amiga solo por interés, y sabes que detesto que la gente se acerque a mí por interés.

Guillermo exhaló con resignación.

—Está bien. Entonces sal con tu compañera.

—¿No estás molesto?

—No lo estoy. Es bueno que comiences a tener amigos aquí, con los que puedas divertirte.

Sonreí con alivio.

—Te voy a compensar.

—Quiero galletas hechas por ti.

—Te haré muchas. Te amo.

—Y yo a ti.

Colgué la llamada y miré a Tadeo con una sonrisa traviesa.

—¡Se logró!

Ambos sonreímos, y sin decir más, nos pusimos en marcha.

***

Durante el camino, Tadeo me preguntó qué tipo de comida quería. Tenía demasiadas opciones en mente; quería ir a todos esos lugares con él, aprovechar al máximo esa oportunidad, pero como no se podía y no lograba decidirme, Tadeo terminó eligiendo por mí.

—No sabía que este lugar existía —dije mientras analizaba cada rincón de la pizzería.

—Apenas tienes seis meses desde que regresaste de Escocia. Es normal —comentó con una leve sonrisa.

—¿Cómo diste con este lugar? —pregunté con curiosidad.

La expresión de Tadeo se distorsionó por un breve instante. Aunque intentó sonreír nuevamente, pude notar la sombra de tristeza que cruzó fugazmente su rostro. Intentando aligerar la atmósfera, solté otra pregunta:

—¿De verdad los dueños son italianos?




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