— ¿Cómo estás?— Alma me atravesó cuando levantó la vista de la pequeña rama de pino con la que jugaba desde hacía un rato y antes de que me contestara con su ensayado "Bien", reformulé mi pregunta.— ¿Has vuelto a tener ataques de pánico?
— No— su silencio era una daga que se retorcía conforme entraba, desgarrando todo a su paso —La verdad es que las crisis de ansiedad siguen ahí, pero no son tan frecuentes. Voy paso a paso.— tiró la rama al suelo y suspiró antes de volver a hablar —¿Me odias por no poder cumplir la promesa?— y ahí estaba la pregunta qué tanto miedo le daba hacerme.
— Alma, no podría odiarte ni aún poniendo todas mis fuerzas en ello— paró de andar, me miró y como temía desde que empezamos a hablar, estaba empezando a llorar. La abracé, porque no pude reprimirme, ese era el efecto que Alma causaba en mi, que odiara a quien le hubiera hecho daño y deseara ser la coraza bajo la que se pudiera refugiar. Cuando me miró, le aparté las lágrimas con los pulgares y le acaricié las mejillas— Escúchame bien Pequeñita, pase lo que pase, llegue quien llegue, te voy a querer siempre.
— ¿Como la gamba al mero?— sonreí al escuchar de nuevo aquella rima que me soltó tras uno de mis "te quiero" en una llamada que le hice de madrugada.
— Sí, como la gamba al mero, Pequeñita.