Necesitaba que me lo dijera, que me dijera mirándome a los ojos, esos ojos verdes que te arrastraban a lo más profundo del infierno, que no me odiaba por ser la cobarde que no pudo agotar nuestro tiempo. Que no me guardaba rencor por huir de la noche a la mañana sin darle una explicación hasta muchas semanas después y que me quería, como quería a Alexander y a Luna que eran el centro de su universo. Y entonces pasó. Mientras me secaba otra lágrima y yo le miraba queriendo grabarle para siempre en mis venas, acerco su boca a la mía y volvió a besarme muy lento, como si Carla no existiera y el mundo fuera un lugar desierto donde solo nosotros quedáramos en pie y sonrió.
— ¡Gabe! ¿Dónde estás cariño?