Cuando Gabriel llegó a su casa, leí en su expresión que las cosas no habían ido bien. Me sonrió y me dio un beso en la mejilla, para después decirme que iba a darle un biberón a la pequeña. Rebusqué en mi bolso y encontré un arrugado paquete de cigarrillos y salí al balcón dispuesta a fumármelo e incluso llegué a encenderlo y darle una calada, pero me limité a ver cómo se consumía mientras dos conductores discutían en la calle. Gabriel salió poco después y se apoyó a mi lado viendo como los coches pasaban con prisa ante nosotros, porque en esta ciudad siempre parece que nadie salga de casa a su hora y deben sortear los obstáculos como si de ello dependiera su vida.
Mientras ellos se peleaban con la policía como testigo, su mano empezó a ascender por mi falda, con esa acaricia lenta que usaba para torturarme y ante mi silencioso consentimiento se puso detrás de mí, apartando mi ropa interior y provocando que olvidara que estábamos a la vista de todos.
Apagué la colilla contra la barandilla de hierro y entré de nuevo en el salón, mirando reojo como entraba en silencio y cerraba la ventana, mientras se frotaba los brazos por el frío que aún aparecía por las noches.