Blanco.
Lo único que recuerda Clarisse es eso, que se llama Clarisse. Despertó y lo único que pudo ver fueron sus pequeños pies bajo una fina y delicada manta blanca en aquella camilla de hospital. Bajo su aturdimiento, solo podía escuchar un pitido intermitente que, demasiado fuerte para su gusto, repercutía en su cabeza cada vez que marcaba un nuevo latido de su maltrecho pero funcional corazón obligándola a cerrar los ojos cada vez que lo escuchaba.
Tal vez se debía al intenso dolor que sentía en el costado derecho de su cabeza, o al corte que atravesaba su frente del lado izquierdo, o a su labio partido, no lo sabía. Pensándolo bien, no estaba segura de saber con exactitud qué era lo que sabía.
Sus manos estaban envueltas con unas gasas más blancas de lo que sus ojos podían soportar, estaban tan apretadas que inmovilizaban sus débiles dedos, le dolían con el solo intento de moverlos. Cables y sondas entraban y salían de sus brazos en una morbosa carrera que al parecer, iniciaba y terminaba en ella.
Con esfuerzo y ojos entrecerrados, levantó la mirada y se desesperó al ver que, aparte de lo blanco de las gasas y las mantas de su camilla, las paredes eran de un blanco inmaculado que la hizo cerrar los ojos con rapidez. No quería volver a abrirlos y encontrarse una vez más con aquella dolorosa blancura que tanto la atemorizaba, la empequeñecía, la desesperaba a una escala que ni ella llegaba a comprender.
No sabía cómo ni cuándo, había llegado allí, no sabía en dónde estaba, no sabía quién era, no sabía nada, y eso la asustaba. No saber quién era, la tenía atemorizada y muchas preguntas sin respuesta, se agolpaban en su cabeza y amenazaban con salir en cualquier momento, de cualquier forma. Le frustraba desconocer tantas cosas, le desesperaba no saber que iba a hacer una vez que lograra salir de ese extraño lugar inmaculadamente blanco, tan frío e inquietante que ya la estaba asfixiando.
Asfixia. Ese lugar la asfixiaba poco a poco. Aunque se concentraba en respirar lento y pausado, algo se lo estaba impidiendo y de repente, pudo darse cuenta que ya no era solo su pensamiento quien se estaba ahogando, porque, su pecho luchaba por respirar, luchaba por un ápice de oxígeno. Jadeaba. Abría y cerraba su boca en busca de algo que rellenara sus pulmones y le permitiera seguir viviendo. Cerró los ojos. Sus fosas nasales se dilataban y contraían, su pecho subía y bajaba. Resignada a morir sin saber quién era, dejo de luchar, supuso que, de un momento a otro, su alma abandonaría su cuerpo magullado.
Pese a cualquier pronóstico, sintió como su pecho se inflaba como si festejara que el oxígeno regresara al lugar que pertenecía. La entrada de aire fue como si una soga de alambres crespados bajara lentamente por su garganta e inflara su pecho como si hubiera escapado de las manos de la misma muerte.
No quería cerrar los ojos. Temía que al hacerlo, no volviera a abrirlos y eso la aterraba. Aún así, un intenso sopor la iba consumiendo y cada vez se le hacía más difícil mantenerse despierta. Sus párpados pesaban, y la cama se estaba convirtiendo en lo más cómodo de su vida, su cuerpo se fue relajando y sus inútiles manos lograron subir hasta su mentón esa frazada tan blanca y tan delgada, que, pese a todo, abrigaba su frágil e irreconocible cuerpo.
De un momento a otro, Clarisse estaba dormida, su pecho subía y bajaba en una dulce cadencia hipnotizante. La manta le cubría hasta el borde de su nariz y sus ojos aparentemente cerrados revoloteaban bajo sus parpados como insectos sin escapatoria. De fondo, solo se oía aquel pitido incesante, sutil, como si fuera parte de ese extraño ambiente esterilizado. Su recepción suave y acompasada se complementaba extrañamente con ese otro sonido dejando que el silencio hiciera gloriosas apariciones, casi como una sublime composición.
Sus ojos revoloteaban impacientes de un lado a otro bajo aquellos parpados pálidos, desprovistos de tonalidad vitalicia. Inquietos luchaban por ver la luz, buscaban una escapatoria a tan terrible y oscura condena.
El rostro de Clarisse, aquel hermoso rostro de porcelana, se contraía constantemente en bellísimas expresiones de miedo. Nunca antes el miedo había parecido tan hermoso. Su garganta emitía sonidos desgarradores y sus ojos emanaban lágrimas calientes como gotas de rocío que rodaban por sus mejillas pálidas. Una pesadilla torturaba su mente y no tenía forma alguna de defenderse. Suplicaba una salvación que seguramente no llegaría y eso, incluso dormida lo sabía.