¡estamos en Vivo!

Capítulo tres.

Hoy 8 a.m

Úrsula miró al cielo al cerrar la puerta y sonrió. Un amanecer en proceso le proponía un día prometedor y su buen humor, no hacía más que corroborar su teoría.

Al cerrar la puerta de su casa, sintió como todos sus sentidos se agudizaban y su cuerpo se llenaba de energía. Podía sentir como su corazón latía en su pecho y como repercutía en su cuello, en sus piernas, en su cabeza y en sus pulgares. Podía sentir que estaba viva. El simple acto de girar las llaves cerrando la entrada de su casa, asegurándola, representaba una pausa en su frustrada escritura, como si de una extraña película se tratara. Metió las llaves tintineantes en su bolso junto con la libreta de tapa roja llena de nuevas ideas y no pudo evitar acariciarla, como si, de alguna forma, fuese su nuevo talismán, su cable a tierra. Sabía que ese pequeño cuaderno de hojas amarillentas y flores en los bordes, era su conexión con un mundo del que solo ella tenía conocimiento, un mundo paralelo, personal.

Mientras caminaba, respiraba el aire fresco de la mañana, y disfrutaba como el aire gélido bajaba por su garganta lentamente, congelándola y llenaba sus pulmones con una energía peculiar. Respiraba hondo y su cuerpo se refrescaba. Entonces quedaban vestigios de su cansancio de la noche anterior, su frustración solo era un recuerdo.

Levantó la vista, el cielo era una combinación de colores rosados, violetas y naranjas, lo coloreaban de una forma inigualable, como si alguien hubiera vaciado muchas latas de pintura sobre un lienzo, como si hubiera jugado con su pequeño y desastroso mundo y lo hubiera convertido en una inmensa y majestuosa obra de arte. Pese a su belleza, era un mal presagio, indicaba que iba a soplar el viento con fuerza, quizá no en ese momento, pero sucedería. Se estremeció, esa tarde tenía muchas cosas que hacer y no le apetecía andar por ahí luchando contra el viento.

Sujetando la correa de su bolso, intentó ahuyentar los malos pensamientos, porque sabía que, una vez que comenzaba, luego el mal humor ganaría la batalla, y no haría nada solo por el hecho de una acumulación de ganas ausentes.

Suspiró para relajarse, ya estaba llegando al canal y sabía que su mal humor solo haría que su día fuera de lo más tortuoso. Se prometió a ella misma, afrontar su jornada de la mejor manera posible. Se mentalizó en la frase de autoayuda que su madre camuflaba como una filosofía de vida “Si sonríes verás el mundo de una mejor forma” y por primera vez en mucho tiempo, decidió hacerle caso, respiró hondo y esbozó una enorme sonrisa, rogaba que el mundo también le sonriera.

 

La escalera que llevaba al canal estaba repleta de hojas secas, cada escalón decorado con tonalidades rojizas, anaranjadas, amarillentas, una mezcla de colores que atestiguaba la llegada inminente del otoño y la pronta aparición del invierno. Como una niña pequeña y sin olvidar su practicada sonrisa, pisoteaba las hojitas, en respuesta, solo escuchaba aquel crujido reconfortante. Algo en su corazón se relajó con ese sonido.

Al llegar a la entrada del canal, repitió una última vez la frase de su madre y empujó la puerta de vidrio. Se mentalizó en el positivismo de esa frase, e intentó creerse aquella mentira disimulada. Saludó a la recepcionista con cara de Gran Danés que ni siquiera levantó la vista de su cuadernito de sopas letras y siguió su camino rumbo al séptimo piso. Miró el reloj de su muñeca, las siete y veinticinco, si subía en el ascensor tardaría solo dos minutos, era lo suficientemente obsesiva como para saber eso.

No había nada que odiara más que viajar en ascensor, le generaba unas increíbles ganas de huir, como si ese pequeño espacio de dos metros por dos metros fuera a cerrarse y aplastarla. No tenía claustrofobia, de eso estaba segura, porque aunque no le gustaba usarlo, si tenía que hacerlo y no le quedaba otra opción, lo podía soportar. No lo prefería, si le dieran a elegir entre subir en escalera o ir en ascensor, sin dudarlo, elegiría a las escaleras. Además, nunca le había sido un problema, le gustaba hacer ejercicio y si de ella dependiese, eliminaría esos cubículos espantosos de la faz de la tierra.

Por suerte, la planta baja del edificio, no tenía ascensor, era una inmensa recepción con unos majestuosos ventanales, sillones blancos, mesitas bajas de vidrio reforzado y paredes lavanda. Al fondo se encontraba la puerta que llevaba a las escaleras que conducían al primer piso de paredes turquesas y cubículos como oficinas color gris. Nunca le había gustado ese lugar, era oscuro y depresivo, lo sabía perfectamente.

Sus primeros años en el canal los había pasado encerrada en uno de esos cubículos oscuros, era la famosa “cadete comodín”, para cualquier cosa que se necesitaba, era a ella a quien enviaban, para un café, para una investigación sin finalizar, para ir a buscar vestuarios olvidados, para suplantar a un meteorólogo enfermo… Y así, poco a poco, fue ganando su lugar en el canal 27, primero siendo notera en pequeñas noticias sin importancia, luego comenzó a suplantar a la periodista matutina que había licenciado por embarazo y después de año nuevo, se enteró que era periodista titular en “Hoy 8 a.m”




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