Auto compasión.
Úrsula con su incesante mar de lágrimas caminó sin detenerse, sin mirar atrás, sin dudar hasta que, finalmente, llegó a su casa. Con la vista borrosa y manos temblorosas intentó encontrar el juego de llaves en su bolso que, por primera vez, se había vuelto el más profundo del mundo. Gimió con desesperación, no había nada que deseara más que entrar, entre sollozos no pudo evitar soltar algunos improperios. Presa de la frustración incipiente, aporreó la puerta como si, de esa forma, fuera a abrirse mágicamente.
Al encontrar las llaves, le tomó solo un segundo que entrara en la cerradura y pudiera abrirse. Cruzó el umbral, una puerta entre dos mundos, el más peligroso y cruel quedaba del lado de afuera, mientras que el de paz y tranquilidad le daba la bienvenida en silencio. Se refugiaba en uno para huir de otro. Y entonces pudo sentir aquel dolor que venía aguantando hace ya bastante tiempo.
Con una cautela calculada, cerró la puerta y, al hacerlo, apoyó su frente sobre la fría madera laqueada de blanco. Las lágrimas corrían por sus mejillas en una loca y desenfrenada carrera que terminaba en su escote. Úrsula ya no se resistía.
Comenzó a sentir como todos sus músculos flaqueaban, se sintió débil, incapaz de afrontar ese día tan tempestuoso. Ya no lloraba, solo respiraba con dificultad, pero aquella roca que aprisionaba su corazón, ya no pesaba tanto.
Respiró profundamente y fue a la cocina a prepararse un té de manzanilla para serenarse un poco. El agua caliente y el vapor perfumado, templaron su espíritu. La infusión bajó por su garganta arrastrando los vestigios de una torturante pena. El aroma dulce entraba por su nariz y se dirigía directamente a su corazón para reanimarlo, para que, de alguna forma, siguiera latiendo con la ilusión de que algún día iba a tener motivos suficientes para seguir adelante.
Terminó la primera taza y luego se preparó una más, pero esta vez, en lugar de tomar sentada en la barra, caminó hasta el sillón, cubrió sus piernas con una manta gris como cuando era pequeña. Cuando se indisponía, su madre hacía eso. Sonrió ante el recuerdo que le rejuveneció el espíritu.
Supuso que esa sería la última vez que podría ver a Agni, después de todo, su desafortunada forma de huir, le quitaría cualquier tipo de ganas de verla. Si en algún momento había tenido oportunidad para avanzar con él, seguramente, ya no las tenía ni las tendría jamás. Soltó un suspiro apenado y auto incriminatorio, después de todo, era su culpa, ella huyó dejándolo con aquella mirada de cachorro confundido.
-Lo lamento tanto…-Susurró para nadie en particular deseosa de que Agni misteriosamente apareciera detrás de ella y la consolara, que le dijera con su optimista y dulce voz de príncipe azul, que todo iba a estar bien, que todo mejoraría.
La auto compasión nunca había sido su estilo, de hecho, lo detestaba, pero de vez en cuando, necesitaba caer muy profundo, decepcionarse, morir para luego revivir como una nueva persona y seguir adelante sin el pasado a cuestas. Era en momentos así, cuando la Úrsula fracasada y auto compasiva hacía su entrada triunfal entre velos oscuros y deprimentes. Se lanzaba sobre ella como un ave carroñera y destrozaba las pocas sobras que quedaban de lo que en algún momento fue.
Y entonces, una vez que ya no quedaba nada por rescatar de ella misma, cuando ya nada tenía salvación, ella renacía. Revivía como un fénix entre las cenizas y, con ello, resurgía la esperanza, la viveza de aquella joven que alguna vez fue y que, con un poco de tiempo, con un poco de esfuerzo, volvería a ser.
De pronto, se vio como estaba, así, con las mantas sobre las piernas, con la cara hinchada de tanto llorar, abrazando la taza como si fuese un náufrago aferrado a esa tabla como su única posibilidad de sobrevivir. Se sintió la mujer más fracasada del mundo y se deprimió aún más. Llevada por la pena, la auto compasión y la desesperanza, se levantó del sillón, dejó la taza sobre el suelo y se fue a acosar. Desanimada como estaba, ni siquiera se molestó en cerrar las cortinas, le daba igual. Su cama deshecha por su fugaz salida de aquella mañana le dio la bienvenida de la forma más gris posible, pero a ella no le importó.
Suspiró. Ya no recordaba por qué lloraba, tal vez por la inesperada aparición de Adriana y la desaparición sin aviso de Esteban que, dicho sea de paso, aún no le devolvía las llamadas. No sabía si era por Agni, por Genaro o por ella. Quizás era un conjunto de malos momentos que había tenido que soportar a lo largo del día y habían desembocado en aquella crisis existencial de la que aún no sabía cómo salir.
Se recostó con el corazón dormido, se cubrió con todas las mantas y edredones que tuvo a su alcance y, finalmente, se durmió. Huyó de aquel día penumbroso, huyó de todas las situaciones dolorosas de las que fue protagonista, huyó de la mirada dolorosa de Agni y de mirada escrutadora de Adriana.
Huyó de ella misma.