—Bienvenido a su nuevo hogar, profesor Miller —exclamó la directora con entusiasmo mientras todos los miembros del personal se reunían en el comedor del plantel. Las charlas entre docentes cesaron por unos segundos para dedicarle aplausos cálidos y palabras de bienvenida.
Tom respondió con una sonrisa profesional, pero sincera.
—Muchas gracias por darme esta gran oportunidad —agradeció, estrechando la mano de la directora mientras recorría el lugar con la mirada.
—Pues solo queda esperar que no abandone el puesto como los anteriores —intervino el profesor Jorge, con un tono claramente sarcástico—. Ojalá usted sí pueda soportar a ese demonio con cara de ángel.
Tom alzó las cejas con una media sonrisa y respondió con seguridad:
—Les prometo que eso no ocurrirá conmigo. Para eso me contrataron, ¿no?
La directora asintió con firmeza.
—Además... ¿qué tan malo puede ser? —añadió Tom con despreocupación.
El profesor Jorge soltó una risa amarga.
—"Malo" no le hace justicia. Esa muchacha ha quebrado mi brazo en una broma del Día del Maestro, le hizo explotar un tubo de ensayo a la profesora de Química, la enfermera la ve más que a su propia familia y la señora de la limpieza casi renuncia por los restos que deja en cada pasillo.
La directora se aclaró la garganta, algo avergonzada.
—Pero aparte de todo eso... es buena chica. Muy en el fondo, claro —dijo con una sonrisa incómoda.
Tom se rió entre dientes, divertido por el dramatismo, aunque ya intuía que las cosas no serían tan simples.
El convivio se desarrolló con amabilidad. Compartieron anécdotas sobre el colegio, sus logros y dificultades, y algunos consejos sobre los grupos más desafiantes. Tom escuchaba con atención, memorizando los nombres clave y los rostros que conformaban la plantilla.
—Profesor Jorge, ¿podría verificar si Dania se encuentra en su salón? —solicitó la directora con tono formal—. El profesor Miller y yo iremos enseguida.
Jorge asintió, sin ocultar el fastidio en su expresión, y salió del comedor con paso firme.
Al llegar al salón del grupo B, comprobó lo que ya esperaba: Dania no estaba.
—Claro —murmuró para sí—. Por supuesto que no está. ¿Cuándo lo está?
Sabía que tendría que buscarla por toda la escuela... y probablemente arrastrarla de vuelta.
Mientras tanto, la directora y Tom llegaron al aula.
—Adelante, profesor. Este es su grupo —indicó la directora con un gesto hacia la puerta.
—¿No va a entrar conmigo? —preguntó Tom, sorprendido al verla detenerse.
—¿Ni loca! Esa niña me ha hecho pasar la peor vergüenza frente a todos. Me escondió una serpiente falsa en el escritorio, explotó confeti en mi cara, y eso fue solo en una semana. No entro ni aunque me paguen doble.
Tom soltó una risa suave mientras la directora se alejaba, murmurando cosas sobre "cambios en la política de admisión".
Al entrar, se topó con una escena desordenada. Los alumnos hablaban en grupos, algunos de pie, otros sentados sobre las mesas. El ambiente era más el de un descanso que el de una clase.
Las paredes estaban rayadas con frases y dibujos rebeldes; incluso el escritorio del profesor tenía arañazos profundos y manchas de tinta seca.
Tom caminó con seguridad hasta el frente, dejó su maletín sobre el escritorio, sacó unas toallitas desinfectantes y comenzó a limpiar la superficie sin decir palabra. El sonido del plástico contra la madera llamó la atención de algunos estudiantes.
Luego, elevó la voz con firmeza y carisma:
—¡Buenos días, jóvenes! —dijo sin alterarse, captando poco a poco su atención. Las voces comenzaron a apagarse, y uno a uno fueron tomando asiento.
Quedaron dos asientos vacíos justo frente a él. Supuso que esos pertenecían a la famosa "diablita".
—Mi nombre es Thomas Miller —se presentó, paseando por el aula con seguridad—. Seré su nuevo profesor. Pueden llamarme "profesor Miller" o "profesor Tom". No toleraré el tuteo, y menos la falta de respeto. Soy muy estricto en cuanto a entregas, conducta y actitud.
Los alumnos lo miraban con mezcla de curiosidad y reticencia.
—Le pediré a la señorita Dania Almeida que pase al frente —añadió con voz pausada.
Pero el silencio que siguió fue más que incómodo. Nadie se movió.
Hasta que una voz clara, desde el fondo, rompió la quietud:
—No se moleste en esperarla. Dania suele saltarse la mitad de las clases... cuando no las ignora por completo.
Tom giró hacia la joven que había hablado. Alta, de piel blanca, cabello rojizo y ojos de azul profundo. Su postura era segura. Su tono, desafiante pero educado.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Tom, acercándose con interés.
La chica respondió sin vacilar:
—Porque ella cree que asistir a clase es una pérdida de tiempo. Conoce todos los temas. Saca diez en los exámenes, entrega los proyectos antes que nadie... y nunca falla. Pero participar... eso no le interesa.
Tom asintió, intrigado.
—Gracias por la información... ¿tu nombre?
—Sophia —dijo, tomando asiento con elegancia.
Tom decidió aprovechar el momento.
—Mientras esperamos a que su compañera Dania se digne a aparecer, saquen un cuaderno. Voy a dictar el reglamento que regirá este salón —dijo sin rodeos.
Los alumnos obedecieron. Algunos murmuraban, otros se acomodaban sin quejas.
Tom dictó con precisión, observando los dos lugares vacíos. Sabía que la batalla aún no había comenzado. Pero la estudiaría. Y cuando llegara... no se iba a dejar intimidar por ningún "demonio con cara de ángel".

El profesor Jorge caminaba con pasos firmes por los pasillos, la frente tensa y los ojos escaneando cada rincón. Sabía que encontrar a Dania no sería tarea fácil, pero intuía que su última parada lo llevaría directo a ella. Al girar una esquina, la vio a lo lejos caminando con Katy, su inseparable amiga. Las risas despreocupadas de ambas parecían burlarse del silencio tenso que las rodeaba.