Ese día estuvo marcado por una serie de desgracias. La pérdida de Diego dejó destrozados a sus hermanos y a Dania, y, como si no fuera suficiente, la relación aparentemente perfecta entre Anna y Tom estaba al borde del colapso.
Cuando Tom descubrió la terrible decisión de Anna respecto a su embarazo, sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Salió de la casa casi tambaleándose, como si sus piernas no le respondieran. Necesitaba escapar de todo, de su vida, de sus propios pensamientos. Caminó sin rumbo fijo, el pecho le dolía de la presión contenida, su mente era un torbellino de imágenes: Anna, su engaño, el bebé que nunca tendría... Pero entonces, entre el caos, apareció un rostro en su mente. Dania. La Chiquilla Traviesa que había sacudido su mundo sin proponérselo. La que había logrado instalarse en su corazón y hacerlo dudar. ¿Era solo atracción o algo más profundo? ¿Qué hacía ella en ese momento? ¿Estaría sufriendo como él?
Esa noche, Dania esperó la entrega del cuerpo de Diego con la absurda esperanza de que todo fuera un error, de que alguien saliera y les dijera que aún había esperanza. Pero la realidad golpeó con la fuerza de un huracán. No había cuerpo que entregar. Solo restos de pertenencias, fragmentos insignificantes de una vida que ya no existía.
—¿Cómo es posible que el cuerpo de mi hermano esté desaparecido y aun así nos digan que está muerto? —exigió Finn, con los ojos llenos de incredulidad, casi desesperación.
Jack respiró hondo, sintiendo la garganta cerrarse con el dolor acumulado.
—Los forenses encontraron su ADN... —susurró, como si decirlo en voz alta volviera la tragedia aún más real.
Dania los escuchaba, pero no reaccionaba. Sus pensamientos estaban atrapados en una burbuja de silencio y confusión. Todo parecía un mal sueño del que, en cualquier momento, despertaría. Pero ese despertar no llegaría.
Cuando Dania, Jack y Finn cruzaron la puerta de la casa de Diego, el mundo pareció detenerse. La atmósfera era sofocante, cargada de recuerdos. La casa estaba igual, como si esperara su regreso, como si en cualquier momento él apareciera con una sonrisa despreocupada y bromeara con ellos. Pero no. No había vuelta atrás.
El silencio era sepulcral. Nadie dijo nada. Simplemente avanzaron con pasos pesados, sintiendo el peso del dolor aferrado a cada fibra de su ser. La habitación de Diego estaba ahí, intacta, y al abrir la puerta, el golpe emocional fue abrumador. Todo seguía como lo había dejado: su cama deshecha, la chaqueta colgada en la silla, la guitarra apoyada en la esquina. Un espacio congelado en el tiempo.
Dania sintió que sus piernas flaqueaban, pero se obligó a entrar. Su mirada se posó en las pertenencias que les entregaron los forenses, apiladas sobre la mesa, y su pecho se comprimió al verlas. Finn tomó una de las camisetas de Diego y la pasó entre sus dedos temblorosos, como si el tacto pudiera traerlo de vuelta. Jack cerró los ojos por un instante, respirando hondo, intentando contener el llanto.
Pero Dania no pudo contenerse más. Sus manos encontraron la playera de hockey de los "NY Rangers" con el nombre de Diego y el número 17-08 bordado en la parte trasera. Sus dedos se aferraron con fuerza a la tela. Sintió el frío vacío en su corazón, el abismo de la ausencia. La prenda olía a él, un perfume tenue, una fragancia que ahora solo existía en esa tela.
Las lágrimas brotaron con violencia, su cuerpo entero se sacudió con el llanto. Sus piernas cedieron y cayó de rodillas, abrazando la playera con todas sus fuerzas. Se inclinó sobre ella, ocultando su rostro en el tejido mientras sus sollozos se volvían desesperados.
—No... no puede ser... —murmuró con voz rota—. No puede estar muerto... no puede...
Jack y Finn la miraron, sintiendo que su propio dolor se volvía insoportable al verla así. Sin pensarlo, ambos se arrodillaron a su lado. Finn colocó una mano temblorosa sobre su espalda, y Jack rodeó sus hombros con un abrazo fuerte, desesperado, como si con ello pudiera sostenerla en pedazos.
—Lo siento, Dania... —susurró Finn con la voz quebrada—. Lo siento tanto...
Jack apretó la mandíbula, cerrando los ojos con fuerza, sintiendo su propio pecho arder de impotencia.
—No tendríamos que estar aquí... —murmuró—. No así... No de esta manera...
Los tres quedaron allí, hundidos en el dolor, en ese vacío que los envolvía como una sombra imposible de disipar. No había palabras suficientes para llenar la ausencia, no había consuelo que pudiera reparar la herida. Solo estaban ellos, juntos en el sufrimiento, abrazándose en medio de aquella habitación que aún guardaba la esencia de Diego.
Y así, entre sollozos y un amor que nunca moriría, se aferraron el uno al otro, porque en ese instante, ellos eran todo lo que les quedaba.
Al día siguiente, Dania regresó a casa. Apenas cruzó la puerta, su madre la recibió con reproches.
—Vaya horas de llegar, señorita —espetó—. ¿Dónde estabas? Ni siquiera volviste a dormir.
Dania intentó ignorarla, pero su madre no cedía. Pregunta tras pregunta, hasta que su paciencia se agotó.
—¡Ya basta, Camila! No creo que realmente te importe lo que me pasa —dijo con voz quebrada.
—Me importa porque, si algo te sucede, las autoridades podrían quitarme todo lo que tu padre te dejó —respondió con frialdad.
—¡Basta, Camila! No me hagas esto... —susurró Dania, sintiendo que se desmoronaba—. Lo último que quiero es pelear. Ayer recibí la peor de las noticias. Diego falleció y ni siquiera sabes cómo me...
Una risa cínica interrumpió su frase, perforándole el alma.
—¿Qué es lo que te da gracia, mamá? —preguntó, con incredulidad y rabia contenida.
—Ya lo sabía —respondió su madre, con un aire casi aburrido—. Sabía que algo así pasaría. Es triste que ese joven no se diera cuenta a tiempo de que eres un peligro. Primero tu padre, ahora tu novio. ¿Quién más sigue en la lista?