¿estas conmigo o Estas fuera?

Carta Anónima

Después de terminar su turno en la escuela, Sophia caminó con determinación hacia la oficina de Tom. Sabía que él ocultaba secretos. Muchos. Y estaba dispuesta a descubrir cada uno de ellos.

Pero, ¿por qué lo hacía?

Solo había una respuesta: lo hacía por Dania.

No por amistad. No por preocupación.

Por pura envidia.

Desde que se enteró de que estaba con Tom, supo que tenía la oportunidad perfecta para destruirla. Y si lograba exponer la verdad, el golpe sería lo suficientemente devastador como para romper su mundo por completo.

Con sigilo, Sophia comenzó a revisar la oficina. Abrió cajones, pasó sus dedos por documentos acumulados, hojeó papeles sin dejar rastro. Buscaba algo, cualquier cosa que le diera ventaja.

Fue entonces cuando escuchó pasos acercándose.

El pánico la recorrió como un latigazo.

Sin pensarlo dos veces, corrió a esconderse bajo el escritorio, encogiendo su cuerpo todo lo posible. Su corazón golpeaba su pecho con fuerza, sus manos sudaban y su respiración se volvió superficial. Hizo su mejor esfuerzo por mantenerse en completo silencio.

La puerta se abrió.

—Aún no encuentro la forma de decirle a Anna que nuestra relación ya no tiene solución... que ya se acabó —la voz masculina retumbó en el espacio.

Sophia reconoció la voz al instante.

Tom.

Escuchó con atención, sintiendo su piel arder con emoción.

—Dania no sabe que aún sigo con ella... Las he engañado a las dos. Dania cree que soy libre y Anna sigue con los preparativos de la boda.

La revelación golpeó a Sophia como un rayo.

La respiración se le entrecortó, pero se obligó a contener cualquier sonido.

—No sé qué pasaría si llegan a enterarse de esta gran mentira... Bueno, te dejo. Voy a entrar por unos materiales y luego te llamo —finalizó Tom antes de colgar.

Por un instante, el silencio cayó en la oficina.

Sophia se tensó aún más.

Tom intentó girar la perilla, pero la chapa estaba trabada. Maldijo por lo bajo y salió en busca de ayuda.

Sophia permaneció bajo el escritorio unos segundos, asegurándose de que estaba sola.

Entonces, lentamente, emergió de su escondite.

Se quedó de pie, paralizada, procesando lo que acababa de escuchar.

Dania... era la amante de Tom.

Un destello de malicia iluminó su rostro.

Bingo.

Una idea brillante cruzó su mente.

Y si jugaba bien sus cartas... destruiría la vida de Dania para siempre.

Al llegar a su casa, se detuvo frente a la puerta, su corazón golpeando con fuerza en su pecho. Tomó aire y tocó el timbre. Esperó. El silencio fue su única respuesta. Frunció el ceño y volvió a tocar, esta vez con más insistencia. Nada. Un escalofrío recorrió su espalda. Su desesperación creció, y golpeó la puerta con los nudillos, cada vez más fuerte.

—¿Buscas a los jóvenes que vivían en esa casa? —una voz inesperada la sacó de su frustración.

Dania giró la cabeza y vio a una señora mayor que caminaba por la acera. Le costó procesar sus palabras.

—Sí, los busco... pero, ¿por qué dice que vivían? —preguntó, su voz temblando.

La mujer suspiró, como si lamentara lo que iba a decir.

—Hace un par de días empacaron sus cosas y se fueron. Contrataron una mudanza para recoger todos sus muebles. La casa está vacía.

Las palabras golpearon a Dania como un puño en el estómago. Su rostro se contrajo en una expresión de incredulidad y dolor. Un frío indescriptible se apoderó de su cuerpo. Se habían ido. Sin una nota, sin una despedida. Se habían marchado como si nunca hubieran estado allí, como si su existencia en ese lugar solo hubiera sido un sueño.

Tragó saliva con dificultad y preguntó con un hilo de esperanza:

—¿Usted no sabe a dónde pudieron ir?

La señora negó con la cabeza, sus labios apretados en una expresión de lástima.

Dania sintió su mundo desmoronarse. Dos de las personas más importantes en su vida se habían marchado sin decir adiós. Podía entender su enojo, pero no su silencio. Ella solo quería arreglar las cosas, pero ahora era demasiado tarde.

Hundida en la desesperanza, con los ojos nublados por las lágrimas que se negaban a caer, giró sobre sus pasos y comenzó a caminar. La ciudad parecía más vacía de lo habitual. Cada esquina, cada sombra, le recordaba que había llegado demasiado tarde.

Cuando finalmente llegó a su casa, el peso de la soledad se desplomó sobre sus hombros. Cerró la puerta detrás de ella y apoyó la espalda contra la madera fría, dejándose deslizar hasta el suelo. No quedaban respuestas. Solo un vacío inmenso.

En el departamento de Tom, un desayuno especial lo esperaba sobre la mesa, cuidadosamente preparado por Anna. El aroma a café recién hecho y pan tostado impregnaba el ambiente, pero a él no le importaba.

—Tom, cariño, el desayuno está listo —llamó Anna con una sonrisa que no tardaría en desvanecerse.

Tom salió corriendo de la habitación, ajustándose la corbata mientras echaba un vistazo al reloj. Se suponía que iba a encontrarse con Dania para desayunar, pero ya se le había hecho tarde. Y ahora, ni siquiera tenía tiempo de sentarse a comer.

—No me da tiempo, Anna —dijo apresurado, tomando el saco negro que lo esperaba en la entrada—. Desayuna tú, a lo mejor llego hoy a comer... claro, si no surge algún inconveniente.

Estuvo a punto de cruzar la puerta, de escapar de la conversación que sabía inevitable. Pero la voz de Anna lo detuvo.

—¿Qué es lo que te pasa, Tom? —preguntó con un tono contenido, pero lleno de reproche—. Estos meses te has olvidado por completo de nuestro compromiso.

Tom se giró, incomodado. Anna caminó hacia él, cada paso firme y decidido hasta quedar justo frente a su mirada.

—Ya no tienes tiempo para mí, apenas pasas por el departamento —continuó, sus ojos buscando desesperadamente una respuesta—. Solo vienes a dormir y, a veces, ni siquiera eso. Dime... ¿hay otra mujer?




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