En el departamento, la atmósfera era densa, sofocante. Parecía que incluso el aire se negaba a moverse, atrapado entre los gritos de la pareja que ahora se enfrentaba cara a cara sin filtros ni máscaras.
La discusión había comenzado desde que volvieron de la escuela, pero ahora se había convertido en una tormenta sin control. Las palabras eran armas, los reproches, balas que no dejaban espacio para el perdón.
—¡Todo lo que pasó es culpa tuya, Tom! ¡Por tus mentiras! —reclamó Anna, con los ojos enrojecidos y el pecho agitado—. ¡Dime, qué tiene ella que yo no tenga!
Tom pasó la mano por su cabello, desesperado, buscando una respuesta que no hiriera más de lo necesario. Pero cuando habló, su voz salió como una confesión amarga.
—Ella me entiende, Anna. Con ella me siento vivo... me siento escuchado.
El silencio duró apenas un segundo, antes de que Anna lo rompiera con un grito desgarrador.
—¡¿Cinco años juntos, Tom?! ¡Cinco malditos años para que todo termine en la basura!
Las lágrimas que había estado conteniendo comenzaron a brotar como un río incontenible, mojando su rostro con rabia y dolor.
—Sé que fui un idiota —dijo Tom, con un tono quebrado—, pero ya no siento nada por ti. Y lo peor es que todo cambió desde que tú decidiste no formar una familia conmigo. ¿Sabes cuánto me dolió eso? ¡Demasiado!
La mirada de Anna se nubló. Tom continuó, su voz quebrándose al nombrar el pasado.
—Quería una familia, Anna... un bebé. Nuestro bebé. Al que hubiéramos dado todo el amor que teníamos. Pero tú... tú lo arrancaste de mi vida, lo botaste como si no significara nada.
Anna se llevó ambas manos al pecho, como si intentara detener el puñal que acababa de recibir.
—¡Si eso es lo que te destruyó, entonces lo intentamos otra vez! —exclamó, acercándose a él con desesperación, buscando sus brazos—. Lo hacemos bien esta vez... por nosotros.
Pero Tom se alejó. Un paso atrás. Un rechazo más.
—Claro... tenía que llegar una chica joven, con una sonrisa nueva, a arrebatarme todo lo que construí contigo —susurró Anna, derrumbada, cayendo al sofá con el rostro lleno de lágrimas—. Ella me robó el amor que era mío.
Tom la miró, sintiéndose destrozado, pero su mente ya no estaba en esa sala. Pensaba en Dania. En su rostro antes de desmayarse. En el golpe de su mano. En el peso de la culpa.
Se arrodilló frente a Anna, tomó sus manos y las besó con una ternura que parecía casi cruel. Pero apenas sintió su piel, ella se levantó bruscamente.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Esto no debe ser así! —gritó, tapándose la cara—. ¿Por qué no me lo dijiste antes, Tom? ¡Antes de esta basura de compromiso! ¿No te remordía la conciencia cuando me veías feliz preparando la boda, mientras tú te acostabas con otra?
El silencio volvió a cubrirlos, pero esta vez se cargó de un peso más oscuro.
Anna desvió la mirada al sillón donde descansaba una caja blanca. La abrió con manos temblorosas, sacó su contenido y lo mostró a Tom.
—Este es mi vestido de novia... me llegó hoy. Es hermoso. Tenía la ilusión de casarme contigo. ¡Soñaba con verte emocionado viéndome con él! Pero llegó ella... y destruyó todo.
Lo lanzó al suelo como si el simple tacto doliera. Pisoteó el vestido con fuerza, cada lágrima cayendo como una sentencia. Tom corrió hacia ella, la sujetó por la cintura y la alejó del vestido.
—Anna, por favor... basta.
Ella se liberó de sus brazos con violencia, retirando el anillo de compromiso de su dedo y entregándoselo.
—No quiero ser la burla de nadie, Tom. No quiero que digan que me casé con un hombre que no me ama. Así que soy yo quien renuncia a este matrimonio.
Se giró y caminó hacia su habitación, dejándolo en medio del desastre, con el vestido arrugado en el suelo, el anillo en la mano y una culpa que lo corroía desde adentro.
Tom no tenía respuestas. Solo remordimientos... y una mente que ahora solo quería saber una cosa: cómo estaba Dania.

Dania abrió lentamente los ojos, sintiendo una sensación de pesadez en todo su cuerpo. La luz blanca del techo la deslumbró momentáneamente, obligándola a parpadear varias veces hasta que sus ojos se acostumbraron a la claridad. Al observar a su alrededor, se dio cuenta de que estaba en una habitación pequeña pero ordenada, claramente un consultorio médico. Los muebles eran de un color blanco impoluto y había un escritorio con varios instrumentos médicos alineados perfectamente.
El sonido monótono del monitor cardíaco acompañaba el ritmo de su respiración, llenando el silencio de la habitación. Dania trató de incorporarse, pero un leve mareo la hizo recostarse de nuevo. Fue entonces cuando notó la presencia de una figura en la sala, una persona vestida con una bata blanca que se acercaba con una sonrisa profesional.
— Hola, Dania. Soy el Dr. Hernández. ¿Cómo te sientes? — preguntó con una voz suave y calmada.
Dania trató de hablar, pero su garganta estaba seca. Apenas logró emitir un sonido ronco mientras intentaba recordar cómo había llegado allí. La última imagen en su mente era la de Katy sosteniéndola antes de que todo se volviera negro.
El doctor tomó asiento junto a ella y comenzó a hacerle algunas preguntas. — Dania, ¿has sentido náuseas últimamente? ¿Dolores de cabeza? ¿Cansancio extremo? — Dania asintió débilmente con la cabeza ante cada pregunta, tratando de encontrar las palabras.
— Sí, doctor, he estado sintiéndome muy cansada y con náuseas por las mañanas— respondió finalmente, con un hilo de voz.
El Dr. Hernández asintió, tomando nota en su libreta. — Gracias por compartir eso, Dania. Hemos realizado algunos exámenes y tengo una noticia importante para ti. La razón de tu desmayo y estos síntomas es porque estás embarazada de tres semanas.
Dania abrió los ojos con sorpresa, incapaz de procesar la información de inmediato. Una mezcla de emociones la invadió mientras trataba de asimilar lo que acababa de escuchar.