El día transcurría con aparente normalidad. En el aula, los alumnos de último grado estaban inmersos en una actividad de escritura bajo la supervisión del profesor Miller, quien caminaba entre las filas de pupitres observando atentamente los avances de sus estudiantes.
—Buenas tardes, alumnos —saludó la directora al entrar de forma inesperada en el salón. La clase respondió en coro mientras Tom le cedía el espacio con una ligera inclinación de cabeza.
—Solo pasaba para informarles sobre la actividad especial que tendrán durante su última semana de clases. Será una retroalimentación de los contenidos vistos en su etapa de bachillerato y estará a cargo de la profesora Miranda. Por lo tanto, no habrá clases convencionales esa semana, para que puedan enfocarse plenamente en el proyecto —explicó con tono formal.
Desde el fondo del aula, Sophia levantó la mano con una sonrisa insinuante. La directora, amablemente, le cedió la palabra.
—¿Disculpe? ¿En esa actividad no participará el profesor Miller? Él explica muy bien... —dijo con tono meloso, provocando un leve sonrojo en Tom.
Dania, sentada cerca de Katy, arqueó una ceja, su ceño fruncido dejando clara su incomodidad.
—Lo siento, señorita —respondió la directora—. El profesor tiene otras obligaciones asignadas, por lo que no podrá participar en la actividad. —Y tras un breve gesto de despedida, salió del aula.
—Gracias, señorita Sophia, por reconocer mi trabajo —dijo Tom con una sonrisa coqueta dirigida a la chica—. Me habría encantado acompañarlos en su última semana, pero lamentablemente será imposible.
La mirada de Dania se endureció. Su enojo comenzaba a hervir, mientras Katy, desde su lugar, percibía la tensión entre ambos.
—¿Algún problema, señorita Dania? —preguntó Tom, acercándose con una sonrisa provocadora, buscando una reacción.
Ella lo fulminó con la mirada.
—¿Por qué habría de tenerlo, profesor? —espetó con sequedad.
—Digo, porque parece no estar prestando atención a la clase. ¿Se puede saber la razón? —insistió, incapaz de ignorar su necesidad de provocarla.
—Quizás porque su clase me aburre. Y su voz... me aburre aún más. ¿No lo había considerado?
Su respuesta fue como un cuchillo. La tensión en el salón se volvió palpable. Katy intentó calmarla colocando una mano en su hombro, pero Dania la apartó con un movimiento brusco, sin apartar su mirada cargada de furia.
Tom, sin contener su rabia, disparó:
—Al parecer no ha cambiado nada. Sigue siendo la misma alumna que intimida a sus compañeros con su actitud...
Dania sintió la punzada directo en el pecho. Su respiración se agitó. Tragó saliva, intentando no romperse, pero era demasiado tarde.
—Y si tanto le molesta mi presencia y mi clase —añadió Tom con firmeza—, le voy a pedir que se retire inmediatamente del aula.
El silencio se apoderó de la clase. Dania contuvo las lágrimas que amenazaban con brotar. Guardó sus pertenencias con movimientos torpes, levantándose con dificultad, como si cada paso costara el doble de esfuerzo.
Pasó frente a Tom sin dirigirle la mirada. Él la observó con atención, y antes de que llegara a la puerta, agregó:
—La espero en la tarde para hablar sobre su castigo por esta falta de respeto.
Dania se detuvo, se giró lentamente con los ojos nublados por el dolor.
—No será necesario. Iré personalmente con la directora para informar lo ocurrido. Que sea ella quien decida mi castigo. No quiero pasar ni un minuto más frente a usted.
Su mirada se desvió a Sophia, quien la observaba con burla mal disimulada. Dania apretó los dientes y salió del aula, cerrando la puerta con fuerza. El estruendo del portazo sacudió al salón.
Tom suspiró hondo, cerró los ojos por un segundo, buscando un ápice de calma. Luego giró hacia Katy, quien lo miraba con desaprobación. Con un gesto de urgencia, ella le indicó que debía seguir a Dania.
—Por favor, continúen con la actividad. Regreso en breve —dijo Tom y salió rápidamente del aula.
Encontró a Dania caminando por el pasillo, rumbo a la oficina de la directora. Aceleró el paso y la alcanzó, tomándola suavemente del brazo.
Ella se volteó bruscamente. Sus ojos estaban llorosos. Se llevaba una mano al vientre como si intentara proteger algo más que su cuerpo... como si algo dentro de ella estuviera luchando por sostenerse.
—¿Qué quiere ahora, profesor? Estoy yendo justo a donde me mandó.
Tom la miró con culpa. Ya no quedaban rastros de arrogancia en su rostro.
—Dania, por favor... no hagas esto más difícil. Perdón por lo que dije. No fue justo, pero tú también...
—¡No me culpes a mí! ¡No te atrevas! —interrumpió ella, furiosa—. Jugaste conmigo, me hiciste creer que me amabas. ¿Qué tipo de persona hace eso?
—¡Porque te amo! ¡Te amo de verdad! —soltó Tom, tomando sus manos—. Solo te pido una oportunidad para explicarte. Para que sepas lo que pasó...
—¡No quiero escuchar más mentiras! ¡No quiero escuchar más promesas vacías!
Con un tirón, Dania se liberó de sus manos. Sus lágrimas rodaban sin control.
—Quiero olvidarlo todo. Quiero ser feliz sin esta basura. No me busques más, Tom. No me persigas. No existas.
Y sin esperar respuesta, se giró y se alejó.
Tom la vio desaparecer por el pasillo. No corrió tras ella. No gritó. Solo se quedó ahí, inmóvil, con un dolor punzante que no se le quitaba del pecho.
Porque ahora, por primera vez, entendía lo que significaba perderla de verdad.

Había pasado una semana desde la desgarradora discusión entre Tom y Dania. Desde entonces, ella lo ignoraba por completo, como si él hubiera dejado de existir. No había miradas, ni palabras, ni gestos. Solo un muro invisible que parecía imposible de derribar.
Dania había vuelto a ser la chica rebelde que todos recordaban: hacía bromas pesadas, se burlaba de sus compañeros, y sus travesuras ya habían enviado a dos alumnos a la enfermería. La directora, consciente de que solo quedaban cinco días para terminar el ciclo escolar y una semana para la graduación, decidió no intervenir. Era demasiado tarde para corregir lo que ya estaba roto.