Este es el hombre

iii

Mi calvario empezó en Melvade el 13 de Noviembre de 1991. Desde esa fecha han sólo han trascurrido unos días, aunque los recuerdos son tan lejanos y borrosos como si hubiera pasado una eternidad.

Por aquel entonces apenas tenía unas monedas en el bolsillo. No tenía familia y, como vivía cerca del puerto, me acerqué a los muelles con la esperanza de enrolarme en algún barco a pesar de que no me gustaba el mar. Desconfiaba de él porque siempre había ejercido una siniestra influencia sobre mí. Por un lado, cuando me encontraba cerca del mar sentía como si una fuerza invisible tirara de mí hacia su abismal profundidad; pero, al mismo tiempo, algo en mi interior me advertía sobre alguna funesta premonición. Sin embargo, mi situación desesperada me empujó finalmente al océano. ¡Ahora comprendo todas esas advertencias! Pero ya es demasiado tarde. ¡Oh, destino cruel! Yo nunca creí en ti, pero eso nunca te importó.

Pregunté en los muelles a varias embarcaciones que estaban preparadas para levar anclas pero, en todas, la tripulación estaba completa. Además, sólo aceptaban gente con experiencia, de la que yo, por supuesto, carecía. Al final, la suerte o la desgracia, según se mire, me hizo toparme con el capitán Murton.

Allan Murton era un viejo marinero escocés que llevaba muchos años viviendo en Melvade. Era un hombre de  aspecto bastante llamativo: tenía el cabello largo y rojo atado hacia atrás en una cola de caballo, la barba espesa y roja también, una inseparable gorra azul a juego con su ojo derecho y un parche sobre ojo izquierdo. Todos los niños que vivían cerca del puerto lo conocían y lo apreciaban. Murton era un viejo lobo de mar muy entrañable. A menudo contaba historias en la vieja taberna del puerto que hacían las delicias de los más ávidos de emociones. Yo mismo había escuchado esas historias en varias ocasiones en mi adolescencia, durante el año que estuve trabajando sirviendo las mesas de esa taberna. Recuerdo que, en más de una ocasión, me había imaginado al capitán Murton perdiendo el ojo en una cruenta batalla contra una gran ballena blanca en los Mares del Sur… Todo un héroe de leyenda, vamos. Pero nada más lejos de la realidad. Las malas lenguas decían que había perdido el ojo en una pelea en un bar de su Escocia natal, poco antes de dejar su hogar. Creo que el día que escuché esa historia fue el día que perdí la inocencia. Pero unos pocos años más tarde tuve la suerte de compartir unas copas con él y terminó contándome, abarrotado de alcohol y de melancolía, que esa pelea había sido por una mujer, el amor de su vida, y no sólo había perdido el ojo, sino también una parte de su ser. Esto último fue lo que más le dolió y el motivo de que dejara su tierra. Recuerdo que me enseñó la cuenca vacía y dijo con su fuerte acento escocés:

—Mira, ¿lo ves? La herida del ojo cicatrizó. Pero las heridas del corazón nunca lo hacen. Tenlo en cuenta, muchacho. No hay peores llagas que las del alma.

Eran las palabras de un hombre dolido. Terminé llevando al capitán a su casa ya que él era incapaz de ir por su propio pie. No hay nada que una más a dos personas que compartir una sincera borrachera. La verdad es que esa historia, la verdadera, me pareció maravillosamente trágica, y más heroica que la de la ballena de los Mares del Sur. Me hizo redoblar el afecto por ese viejo marino y apreciarle como a un amigo.

Años más tarde, en ese puerto de Melvade lleno de movimiento, de preparativos, de barcos de todos los tamaños, de marinos y de pescadores, como digo, me encontré de nuevo con el capitán Murton. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de él, y me sorprendió verlo cargando un pequeño barco de pesca anclado en el muelle. La embarcación se llamaba Highland y cabrían en ella no más de cinco tripulantes.

—¡Buenos días, capitán! —le dije. Él levantó la vista. Tardó unos segundos en reconocerme.

—¡Hola, muchacho! —Siempre me llamaba “muchacho”—. Menuda sorpresa. ¿Qué te trae por aquí?

—Estoy sin trabajo y no tengo ni un duro, así que pensé que quizá podría encontrar empleo en el puerto.

—¿En el puerto? Creía que no te gustaba el mar.

El capitán me contó que hacía poco se había comprado aquel pequeño barco con los ahorros que tenía. Se encontraba demasiado mayor para enrolarse en los grandes buques que pasaban muchos meses en alta mar, y había decidido dedicarse a la pesca por su cuenta. En ese momento estaba a punto de zarpar y casualmente había una bacante en su tripulación. Me ofreció el puesto y acepté.

El resto de la dotación la formaban un joven coruñés llamado Israel, un vigués de unos cuarenta años enorme y medio loco al que llamaban Animal, y un senegalés de nombre impronunciable. Todos iban vestidos con unos chubasqueros verdes impermeables. Yo no tenía, pero Israel me dio uno. Poco después zarpamos.

A medida que nos adentrábamos en el mar y el puerto se empequeñecía en el horizonte, mi corazón se arrugaba más y más. Mi aprensión alcanzó su cima cuando la costa desapareció totalmente de la vista. Me sentí prisionero en una jaula de agua. El capitán Murton se dio cuenta de que algo me sucedía y me dijo:

—Si te encuentras mal usa esto —me tendió un barreño—. No lo hagas por la borda. Te puedes caer.

Todos se rieron, no supe por qué, pero pronto la naturaleza me hizo comprender: lo que había alojado en mi estómago salió afuera. Al parecer, yo era el único que no estaba hecho a la mar. Después vomitar una extraña calma se apoderó de mí.



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En el texto hay: satanismo, terror, naufragio

Editado: 08.07.2021

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