Este es mi Karma

7. Paulina y Federico, parte 1

Me encantan las faldas.

Y me encantan porque tengo unas piernas largas y torneadas para hacerlas relucir ante las miradas tanto de hombres como de mujeres; ellos con deseo, ellas con envidia, probablemente. No soy una mujer presumida, pero se siente maravilloso cuando recaen las miradas sobre ti; sin embargo, no llevo falda por eso, solo quiero dar una buena primera impresión ante Federico y, teniendo en cuenta que mencioné que se trataría de una cita de negocios, debo mantener esa imagen profesional de la que tanto alardeé; por lo tanto, elijo un conjunto de saco y pantalón en color negro y unos zapatos de tacón alto blancos que combinan con la blusa y el conjunto de ropa interior, por supuesto.

He reservado una mesa en La Candelaria, un restaurante de comida típica colombiana que estoy segura le agradará y que, personalmente, a mi me encanta. Su comida es deliciosa y el interior del lugar es bastante llamativo. Luego de hacerlo, le mando un mensaje de texto a Federico para indicarle que nos veremos allá y él acepta sin rechistar.

Rosita se encarga de la bebé y puedo estar tranquila, pienso dentro de mí que merezco un poco de tranquilidad después de una semana tan agitada, además, llegué a la conclusión de que, darle la cara a Federico, hará más llevadero los próximos días y podré dejar esa tonta idea de imaginar cosas, sacar conclusiones sin fundamento y, sobre todo, a la ligera.

・・・★・・・

Llego al lugar acordado. Está más concurrido de lo habitual, pero eso poco importa. Le indico al hombre —probablemente un mesero— de la entrada, que he reservado una mesa. Él asiente y me indica el camino. Tenemos un asiento junto a la ventana donde la noche estrellada es el escenario que nos acompaña, las mesas tienen velas y flores, lo que hace más llamativo el recinto.

—Hola, Paulina —me saluda Federico, unos minutos más tarde—. Que hayas reservado es una gran sorpresa; una de las buenas, claro.

—Esa es la idea —respondo con una sonrisa. Soy más de dar sorpresas que recibirlas, y extiendo una mano para indicarle que debe tomar asiento.

Verlo con ropa más casual me da una imagen realmente diferente al hombre de traje de unos días atrás. Se ve mucho más joven y atractivo, pero no deja de verse elegante e imponente, dos adjetivos que lo describirían completamente. Intercambiar una mirada, basta para que el recuerdo del día en que lo conocí, regrese a mi mente, como si se tratara de magia.

Sara y Mateo son los mejores amigos que he podido tener. Ella, ahora psicóloga, la conocí en la universidad, cuando un día en la cafetería pedimos al mismo tiempo el último pastel de yuca que quedaba, y, aquella situación tan divertida, fue el comienzo de una gran amistad; una que perdura con los años.

A Mateo, lo conocí en el matrimonio de mi hermana, había sido contratado como fotógrafo de la boda y luego del terrible incidente que hizo que nos distanciara, él se acercó a mí con aire preocupado y sirvió de consuelo para aquella pena que, en ese momento, se apoderaba de mí; desde ese momento, logramos congeniar y nos convertimos en los mejores amigos. ¿Quién diría que ese joven tan revoltoso se llegará a convertir en alguien a quien quiero mucho?

Unos meses más tarde, Sara y Mateo se conocieron. Congeniaron casi al instante, resultó que tenían más en común de lo que imaginaban y, a partir de ahí, hacemos muchos planes juntos. La broma interna de que somos los tres mosqueteros, también perduró con los años, idea de Mateo, claramente.

Uno de esos planes —sugerido por Sara— era ir a la fiesta de San Pedro en el Huila. Ninguno conocía el lugar ni sus festividades, así que resultaba una buena idea hacer esa pequeña aventura; sin embargo, le habíamos encargado a Sara que gestionara todo para el viaje: eso incluía hotel, lugares para visitar y demás actividades durante el carnaval; infortunadamente, Sara es demasiado distraída y llegamos dos días antes de que se acabara el festival de San Pedro; pobres de nosotros.

Alcanzamos a ver el desfile de comparsas y un par de bailes que se realizaron durante la carroza, y, justo cuando íbamos a cenar, tuve que volver sobre mis pasos porque había dejado mi bolsa de mano en algún lugar de donde estábamos. Dentro de mi mente pensaba que seguramente ya se la hubieron robado, la inseguridad está en cualquier esquina y no descartaba esa idea; aunque, el sitio estaba plagado de policías, por lo que de alguna forma, ese pensamiento alivianaba las cargas, pero no dejaba de pensar los múltiples escenarios, incluso, que una persona caritativa la hubiese encontrado y pensara en regresarla.

Cuando regresé al lugar que habíamos frecuentado, un hombre barbado y bastante joven tenía mi cartera entre sus manos, vestía una camisa hawaiana, una bermuda de color habano y sandalias, también, cubría su cabeza con un sombrero vueltiao: la típica vestimenta de alguien de la capital y que está en modo carnavalesco. Un atuendo similar al de Mateo, con la única diferencia de que, mi amigo no llevaba sombrero y su vestimenta pasaba por diferentes gamas de azul.

—Eso es mío —le había dicho, aunque por el tono de voz usado, sonado como si hubiese estado enojada.

—La encontré por allá —dijo él hombre y señaló hacia un árbol donde habíamos estado viendo los bailes—. Traté de alcanzarlos, pero entre tanta gente los perdí de vista.

—¡Muchas gracias! —exclamé, y de verdad estaba agradecida.

—Nuestra amiga es un poco distraída —indicó Sara, y posó un brazo sobre mis hombros para verse más interesante.

—Si hablamos de distraídas, tú te llevas el primer lugar —contraataqué—, y es todo lo que diré.

El desconocido sonrió y los demás nos vimos contagiados de su risa. Con mi bolso entre mis manos, les indiqué con un gesto que retomáramos el camino, pero mi querido amigo intervino.

—¿Quieres ir a cenar con nosotros? —preguntó Mateo, mirando fijamente al hombre que rescató mi cartera—. Como una forma de agradecimiento, ¿tú qué opinas, Paulina?



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En el texto hay: chick lit, colombia, abogada y gerente

Editado: 05.09.2025

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