Oscureció, y sólo cuando el estómago protestó de hambre, Esteban levantó la vista de sus apuntes. Miró por la ventana y vio que ya había oscurecido. ¡Era ya de noche y él aún aquí!
Un aroma llegó hasta él, y el estómago le volvió a gruñir.
Empezó a recogerlo todo. No quería que Paige volviera a invitarlo a cenar, eso ya sería abuso. Pero diablos, olía tan bien… y en la casa sólo lo esperaban un par de rodajas de pan y más mantequilla de maní…
—Hey –lo saludó ella cuando él se asomó a la cocina—. ¿Terminaste por hoy? –él asintió. Salivaba, así que tragó.
—Es hora de irme.
—Vale. Antes, cena.
—No…
—Mira, soy terca como mi padre –sonrió Paige—, así que ya te invité a cenar, y lo mejor para ti es que aceptes.
—Paige, no es justo contigo. Sé lo que vale cada plato de comida, y con éste ya serían dos veces que…
—¿Estás contabilizando mis invitaciones y haciendo cálculos?
—La comida no es gratis—. Ella estiró sus labios.
—Entre amigos está bien invitarse de vez en cuando.
—No me siento cómodo con eso.
—Pues no tienes escapatoria.
—Paige…
—Si me rechazas, me molestaré mucho. No me digas que prefieres lo que sea que tienes en tu casa a la deliciosa cena que preparé hoy –él miró lo que ella había sacado del horno. Fuera lo que fuera, olía y se veía demasiado bien.
Otro gruñido de su impertinente estómago, y esta vez se escuchó alto y claro.
—He ganado esta discusión –canturreó ella tomando la fuente de comida con sus manos envueltas en unos enormes guantes. Él la dejó pasar hacia la mesa, que ya estaba lista para los tres.
Se sentaron a la mesa, y mientras daban gracias, Esteban cerró sus ojos y dio gracias también, por haber podido remplazar un mísero sándwich por este manjar, por estar en esta mesa con estas personas, con Paige, de quien se enamoraba cada vez más.
Era inevitable, ella lo atraía como un imán, no podía evitar mirarla y sonreír por dentro. Pero le estaba robando un trozo de paz al cielo y se sentía como si en cualquier momento se lo fueran a quitar dejándolo de nuevo en el infierno, en la soledad, en el dolor, y eso lo asustaba. Cualquier cosa que le reportara felicidad estaba negada para él, Esteban Alcázar no merecía a Paige Lawson, y aquello no era autoflagelación, ni pesimismo; era la declaración de un hecho. Alguien que había hecho lo que él hizo no merecía siquiera tocar a semejante ángel.
Pero era adictivo. Era robado, pero no podía evitarlo, como un peregrino en el desierto que le tiene que robar a otro su agua para sobrevivir… acercarse a ella ya era casi instintivo. Llevaba mucho tiempo mirándola solamente de lejos.
—¿Vendrás de nuevo mañana? –él se pasó la mano por el cabello. Ella lo acompañaba a la salida, hasta la reja metálica, y él se detuvo antes de abrirla. La miró bajo la pobre luz de una lámpara de mercurio, pero ella estaba preciosa, con su blusa sin mangas porque ya hacía calor, y su cabello suelto y corto—. Si te preocupa el gasto que haré en comida –sonrió ella—, mira, tengo todo un patio que podar.
—¿Quieres que lo haga por ti?
—En realidad, lo harás por Dylan.
—Así que era su tarea –sonrió Esteban, y Paige no se perdió la sonrisa. Su guapura subía a niveles exagerados cuando lo hacía.
—Odia podar el césped –dijo—, pero no voy a pagarle a otro para que lo haga… Bueno, a ti, pero te pagaré con comida.
Él siguió mirándola con aquella misma sonrisa, y Paige no pudo resistir la tentación de acercarse a él y besarlo. Tomó su rostro en sus manos y se tuvo que empinar un poco para alcanzarlo, pero tocó sus labios con los suyos en un beso delicado. Esteban cerró sus ojos y la besó a su vez, y el beso fue perdiendo lo delicado para volverse exigente, hambriento. Él se comportaba como si hiciese muchísimo tiempo que no estaba con una mujer, lo cual debía ser una tontería, pues con lo guapo que era, seguramente las mujeres lo buscaban.
Pero él estaba solo siempre.
En realidad, no sabía nada de él.
Se alejó un poco mirándolo inquisitiva, y él, privado de sus labios, la siguió como sigue el hierro al imán, pero cuando ella ya no respondió a sus deseos, abrió los ojos para mirarla.
—¿Vives muy lejos? –preguntó ella. El corazón de Esteban empezó a latir rápido. ¿Lo invitaría a quedarse? ¿Por eso lo preguntaba? ¿Y si lo invitaba, sería capaz de negarse?
Respiró profundo repetidas veces intentando sosegarse, enfriar su cabeza, pensar claramente.
¿Vivía lejos?, había preguntado ella.
—Eh… sí, un poco. Tengo que caminar hasta la estación más próxima, y luego… —la miró, ella se había cruzado de brazos tomando distancia. No, no lo invitaría a quedarse.
—¿Vives solo?
—Sí –contestó él.
—¿Qué hay de tu familia? ¿Están vivos? –ahora sí, todo el ánimo de Esteban se enfrió. Ella estaba haciendo preguntas personales, lo que era normal. Ninguna mujer veía tres veces seguidas a un hombre, ni lo besaba el mismo número de veces sin luego hacer preguntas.