Esteban - Epílogo saga Dulce

9

Edward codujo a su comitiva a un edificio de apartamentos lujosos, y entre ellos fue Esteban, que parecía caminar sólo por inercia, y porque una de las mujeres lo tenía fuertemente tomado de la mano y lo conducía. No tenía capacidad para sentir asco, o desprecio por ella, y sólo caminó hasta el interior del apartamento. Había visto que su maleta la ponían a un lado dentro de la sala. 

Esteban se conocía al dedillo el orden de estas fiestas. Edward puso sobre la mesa del café todos los “aperitivos”, que constaba de licor del más fino, unas pastillas que reconoció al instante, y coca. 

El ver el polvo blanco Esteban sintió que empezaba a perder la mente. 

Con una hojilla, los comensales empezaron a distribuirla en pequeñas filas, y como parte de la ceremonia, enrollaron un billete de cien dólares y empezaron a aspirarla. Edward lo miró sonriendo, con una de sus fosas nasales aún untada del polvo blanco, convidándolo al banquete. Esteban recibió el billete enrollado y lo miró.

—Seguro que lo extrañas –dijo Edward—. Vamos, escapa por un momento. Ya sabes lo que se siente.

Esteban sabía lo que se sentía, y miró por lado y lado el rollo de billete. 

Por esto, años atrás, había dado la vida, y la había dado tal vez para siempre. Había intentado recuperarla, a su vida, y todo había salido mal.

Recordaba lo que era esta sensación. La dicha, la felicidad y la excitación te embargaban; te sentías todopoderoso, asumías que todos los que estaban allí contigo lo hacían por ti y para ti. Para alguien como él, que siempre fue mirado de reojo por todos en casa, era una invitación demasiado poderosa, y en ese entonces, él tampoco había tenido el carácter para rechazarla. Y había caído en esto.

La primera vez se la habían ofrecido sin compromiso alguno, sólo por probar, y había sido maravilloso… por tres segundos, o tal vez menos.

La depresión que venía después era terrible, peor, mucho peor que lo que lo había empujado a consumir, y, recordaba ahora, él había matado a su padre estando bajo los efectos de esta porquería.

Las manos le temblaron y soltó el billete sobre las filas de polvo de coca.

—Hey, ¿qué te pasa? –preguntó Edward. Esteban se puso en pie.

—Antes, quiero ir al baño –sonrió. Sabía que, estando aquí, en medio de todos estos drogados, no podía rechazar lo que para ellos era el néctar de los dioses, e intentó ser cordial.

—Ah, dale—. Y luego de soltar una carcajada, le señaló la puerta del baño diciendo: —No quiero que te mees en mis muebles después—. Esteban rio como coincidiendo con él, y caminó al baño.

Una vez dentro, cerró la puerta y se sentó en el suelo sintiendo náuseas. Cerró sus ojos apoyando su cabeza en la pared embaldosada y sintió una lágrima correr.

Él no había sido como esos drogadictos que luego olvidaban lo que habían hecho, él lo recordaba todo. Así que recordaba perfectamente la tarde en que había asesinado a su padre. 

Había regresado de Australia, de otra temporada de vicios y fiestas como esta, y había gritado a su padre porque le había bloqueado sus tarjetas. En un hotel caro se la habían rechazado cuando intentó pagar los días que había estado allí con sus amigos. Uno de ellos pasó su tarjeta, pero Esteban se había sentido supremamente avergonzado. Luego ninguno tuvo dinero para prestarle para poder volver a New Jersey a hablar con su padre.

Idiota, se dijo ahora. Eso debió darte una señal, ninguno era amigo de verdad, sólo estaban allí por lo que les podías ofrecer.

Se había empleado por unos días como mesero en un restaurante bar, y al fin había conseguido reunir lo del dinero para volver a casa. Antes de verlo, para reunir coraje, había esnifado esa porquería y había ido a verlo.

Había creído que fingía. No notó que estaba mucho más delgado y demacrado que antes, a causa de las drogas, y había creído que su dolor en el pecho era un mecanismo de manipulación. 

El gato ladrón juzga por su condición, decían, y él había creído que todo había sido una actuación, el último recurso de Jorge Alcázar para que se sometiera a su voluntad.

Se había enterado de su muerte dos días después, pues había estado borracho en la casa de alguien, entre las piernas de alguien. 

Darlene, recordaba ahora. Había sido Darlene la que le dijera que su padre había muerto, y le había leído la nota del diario. No se había enterado a tiempo para ir a su sepultura, y se había quedado allí, en shock, hasta que, agotados todos sus recursos, llamó a Hugh para pedirle ayuda, y entonces él le informó que se leería el testamento. Se bañó, se arregló, y trató de parecer normal, pero pasar todo ese tiempo sobrio y sin nada encima estaba pasando su factura, y no había hecho más que gritar y vociferar durante la lectura del testamento.

La vida de un adicto era horrible. La vida de un hijo mayor que toda su vida sintió cómo su padre lo miraba con desaprobación era horrible. Siempre Diana era mejor, a pesar de que sacaba mejores notas que ella, a pesar de que también tenía talento para las artes, pero era a ella a quien le aplaudían, a quien su padre mostraba orgulloso delante de sus amigos.

Cerró sus ojos recordando lo que había sentido cuando le dijeron que su madre había muerto. Había ido con Diana a algún lugar, y había muerto ella, Laylah, la única que siempre había estado de su lado.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.