Esteban llegó a su viejo apartamento con una pequeña maleta que había tenido que comprar. Esa mañana, luego de salir de la mansión en el auto de Daniel, él había insistido en que se comprara algo de ropa. “Tómalo como un préstamo”, le había dicho, y luego se dio cuenta de que lo estaba llevando a una tienda de ropa exclusiva, y tampoco pudo rehusarse. Además, hacía tiempo que no usaba algo fino, y cayó en su debilidad.
Ya le pagaría.
Se sentó en el filo del viejo colchón y suspiró. Lo vieja de esta habitación, lo baratos que eran los muebles no lo desmotivaban tanto como el no tener a Paige. Otra noche sin ella.
Se cubrió el rostro con las manos y volvió a suspirar.
—Dios querido –dijo, antes siquiera de poder analizar lo que estaba haciendo—. Por favor, por favor, por favor… —Y luego se quedó en silencio, tratando de contener algo que no podía, y era la ansiedad que sentía por ella.
Los días siguientes fueron duros para Paige. Ojeras y bolsas en los ojos, y encima, tener que verlo.
A veces encontraba una tarjeta de él sobre su escritorio, o una flor, o un simple mensaje pegado a la pantalla de su ordenador.
“Vuelve conmigo”, decían siempre sus mensajes. O “Te amo”.
Y luego era más difícil llegar a casa y estar sola.
Pero no podía, simplemente no podía verlo igual. Ella había estado dispuesta a perdonarle muchas cosas, pero había otras que definitivamente le eran imposibles.
Pasaron varias semanas, y ella pensó que Esteban aflojaría el asedio, pero, por el contrario, entre más días pasaban, peor se ponía; aprovechaba cualquier oportunidad para decirle que la amaba, y si había más gente alrededor, le enviaba indirectas.
Ojitos de perro suplicante.
Sin embargo, a pesar de que el Esteban que había vivido con ella era simplemente encantador, casi perfecto; el hombre más sexy, cautivador, atento y hermoso que ella jamás conociera, se sentía incapaz de volver con él. Y eso le dolía a ella tanto como tal vez le dolía a él. Y lloraba mucho por eso.
Un auto se parqueó frente a su casa. Paige estaba barriendo las hojas que por el otoño habían caído en el jardín y no se fijó mucho en él, hasta que una puerta se abrió y de ella bajó la mujer que obviamente era la hermana de Esteban. Se parecían. Muchísimo. Aunque los ojos de ella eran oscuros, pero tenían el mismo cabello azabache, y los rasgos que en Esteban eran fuertes y varoniles, en ella eran delicados y suaves. Era simplemente hermosa.
Se quedó allí, con el rastrillo quieto viéndola acercarse a su reja desvencijada y ladear la cabeza mirándola con una sonrisa tal vez un poco tímida. Nunca se imaginó que alguien como ella pudiera sentirse tímido. No era cualquier persona, ¡era Diana Santos! Una mujer rica ¡y tal vez poderosa!
Dejó el rastrillo a un lado y se limpió las manos en su pantalón encaminándose a ella para abrirle la reja. Diana no miró el aspecto descuidado de su jardín, o lo vieja que estaba ya la pintura del exterior de su casa, sólo se enfocó en ella.
—Hola, mi nombre es Diana Santos –dijo, extendiéndole la mano. Paige la miró, su piel un tanto más trigueña que la de Esteban, pero de uñas cuidadas y piel muy suave, con sus botas y su ropa tan fina. Una mujer de la auténtica alta sociedad.
—Sí… sé quién es.
—¿De verdad? ¿Esteban te habló de mí? –preguntó con una sonrisa.
—Eh… sí –contestó ella con cautela, pues lo que habían hablado nunca fue muy agradable. Diana sonrió.
— ¿Me invitas a un café?
—Ah, bueno… es que… —Paige señaló su casa como disculpándose por ella, pero reflexionó a tiempo. Ella no tenía por qué avergonzarse; trabajaba duro cada día por conservar este techo sobre su cabeza. No era hermoso ni caro, pero era suyo—. Está bien, sigue.
Diana la siguió al interior de la casa, y Paige se internó en la cocina a preparar lo poco que le quedaba de su mejor café.
—Lo prefieres negro, o…
—Como lo tomes tú está bien.
—De acuerdo.
—Qué bonita es tu casa –Paige la miró incrédula, y casi le iba a reprochar que se burlara cuando la vio admirar las fotografías de ella y Dylan. Ella sonreía con ojos llenos de esa emoción que sólo podían sentir las madres cuando veían una escena amorosa con un hijo.
—Gracias –fue lo que pudo decir.
—Con razón Esteban no se quería ir de aquí—. Paige hizo una mueca. Claro, en algún momento tenía que salir este pequeño tema—. La casa de nosotros era muy diferente.
—Me imagino –rezongó Paige desde la cocina.
—No tenía nada de esto –siguió Diana, levantando de una mesa una manualidad que Dylan había hecho hace tiempo con material reciclable para ella un día de San Valentín—. A Esteban le enseñaron a ser más bien frío –siguió Diana—. A mamá se le regalaban joyas compradas en Tiffany’s. Esos sí eran regalos con clase—. Paige miró a Diana un poco sorprendida, y ella sonrió encogiéndose de hombros—. Tú eres muy distinta.
—Dylan no podría darme jamás una joya de Tiffany’s; a menos que lo robe, y entonces yo no se lo agradecería, sino que lo molería a golpes—. Diana sonrió.