—Mira…, no sé como sea para los ojos de los demás, pero para los míos; eres perfecta. Y quiero que te veas desde mis ojos, porque son los que más te aman—, me repetía todo el tiempo, a veces entre lágrimas compartidas. Incluso teníamos una seña, el apuntaba con su dedo índice de la mano izquierda a la muñeca de la mano derecha, era un código extraño para decirme que era hermosa. A veces lo hacía de la nada, y otras veces sabía y veía que estaba entrando en un ataque de pánico por mis inseguridades.
Cumplimos, después, catorce meses de relación, comenzábamos a conocer a la familia del otro, a veces nos reuníamos a comer M&M’s al parque que quedaba cerca de mi casa, en una banca de color verde posada bajo una lámpara que apuntaba únicamente a la banca. Nos sentábamos por horas a platicar de cosas que no teníamos en común —Que eran muchas. Pero eso lo hacía importante—, y las horas se iban y se iban, a veces ya parecía rutina.
Yo sentí un pequeño vacío en mi corazón cuando comenzó a ocuparle más tiempo la escuela, nunca se le dio muy bien, por mucho que se esforzaba a veces no podía retener la información; y... su mamá había sido despedida y comenzó a beber por depresión cada que llegaba de irse a buscar empleo, así que yo sólo podía decirle que estaba para apoyarlo si en algún momento se sentía mal. Aunque parecía nunca ser así, siempre que nos veíamos venía corriendo a mí y me daba un fuerte abrazo, sonrientes platicábamos por horas, a veces caminando por alguna plaza de tiendas. A lo que recuerdo mucho una ocasión en la que fui y comencé a ver la ropa mientras él me seguía, con mi bolso colgado. Y regresé mucha ropa, con tristeza, porque me hacían ver gorda. No le dije eso, pero sé que se dio cuenta en la sonrisa tan inexpresiva y con una felicidad tan acartonada. Eso había sucedido ya algunas ocasiones más, aunque al final siempre se acordaba de señalar a su muñeca.