Dejo mi valija a un lado y cuelgo la mochila en el respaldo del asiento. La mesa de madera está impecable; nunca había visto un mueble que brillara como este. Sobre él coloco mi libreta personal y la lapicera que estaba en los rulos. Cuando voy a buscar algo en mi mochila, noto que estoy siendo observada, desde la barra, por el rostro malhumorado de Joaquín. Decido ignorarlo y tomar un papel arrugado entre mis cosas, para luego sentarme y pasar en limpio la nota que allí había escrito. O, mejor dicho, el poema que hice antes de viajar a Montevideo:
La calidez que aún queda,
el vacío que ella deja.
Al mundo exterior se va,
sus alas echan a volar.
Del nido se está alejando
y el árbol ya no puede ver.
En su corazón las llamas arden,
recordando lo que su hogar es.
Cuando llueva o truene,
o en momentos de placer,
en su memoria estará el nido
que le enseñó a resistir el frío.
Pajarito, dime tu secreto,
para sobrevivir en la ciudad,
pues mi nido he dejado,
buscando la felicidad.
—Buenas tardes, señorita. —Me sobresalto al escuchar la voz masculina. Al levantar mi cabeza, noto que se trata del hombre cuarentón—. ¡Perdóneme! No quise asustarla, solo vengo a dejarle el café con leche y las galletitas. ¿Necesita algo más?
—No se preocupe y muchas gracias —le sonrío, a lo que él corresponde de la misma manera.
—Cuidado no vaya a quemarse, ¿sabe? No solo con el café, sino también con el fuego que emiten algunas personas... —Y así, sin darme tiempo siquiera a preguntarle a qué se refiere, el mesero se marcha para atender otros clientes.
Presto atención a la ventana de la cafetería, la cual muestra aquella calle desolada por la que hace rato estaba caminando, perdida. ¿Cómo es posible que casi no hayan transeúntes a esta hora? Se supone que en Montevideo está lleno de gente en todos lados... ¿Será que se trata de un mundo paralelo? «Estrella siempre está en las estrellas», diría mamá. Amo las estrellas, por cierto. En verano me fascina subir al techo a contemplar el cielo y que mis pensamientos se pierdan en el brillo lejano de la constelación de Orión. Recuerdo que más de una vez mi papá me contó la leyenda del cazador, no porque él quisiera sino porque yo lo obligaba, y, con tal de complacer a su pequeña luz, la repitió cada noche. Durante el día, mientras se encontraba trabajando en un rancho cercano, me pedía que buscara flores amarillas. «No las arranques —me decía—, solo acércate a ellas y diles qué bellas son, cuéntales lo que hayas visto y lo que quieres ver». Suena absurdo, pero en aquel entonces, con cinco o seis años, me adentraba al campo a buscar flores amarillas y hablarles como si fueran amigas mías. Cuando supe leer, llevaba algún libro para poder compartirlo con ellas. Me entristecía muchísimo que se marchitaran en otoño e invierno, por lo que, después de haber aprendido a escribir, papá me dijo que les hiciera cartas para dárselas cuando estas volviesen a florecer en primavera. Los años fueron pasando y al final me acostumbré a hablarle a las plantas, acción que mi mamá cuestionó una y otra vez hasta la muerte de papá, a partir de entonces prefirió dejarme en paz, y hasta respetó que yo escribiese poesía y quisiera venirme a Montevideo a estudiar una tecnicatura, la cual descubrí por casualidad mientras cursaba tercero de liceo. Recuerdo que la profesora de Literatura halagó uno de mis trabajos (había que contar de otra manera un cuento de Gabriel García Márquez, y yo, por no encontrar otra opción, decidí convertirlo en un híbrido entre poesía y narrativa), por lo que me mencionó varias carreras respecto a letras que podrían interesarme. «Tu vocación está frente a ti, espero que puedas llegar lejos con ella si se presenta la oportunidad», me dijo aquella mujer, a quien, lamentablemente, no volví a ver al año siguiente. ¿Qué habrá sido de ella? Me pregunto si...
—Planeta Tierra llamando a la clienta que nunca se vio en Flor de Primavera. —La voz de Joaquín interrumpe mis pensamientos. Suelto un bufido para luego dirigir mi mirada hacia él—. Uy, perdón por haberte sacado de tu viaje astral, pero mi abuelo, don Ernesto, me pidió que te llevara hasta donde tenés que ir porque es peligroso andar en Montevideo a oscuras.
—Pero aún no ha... —Entonces vuelvo a mirar por la ventana y noto que las luces de la vereda están encendidas, por lo que confirmo que está anocheciendo—. Bien, entonces permítame guardar mis cosas y nos vamos, aunque antes quiero darle las gracias personalmente a don Ernesto por la ayuda, es un hombre bastante amable.
—Todos dicen lo mismo. —Veo que alza sus ojos al cielo, bastante molesto. ¿Acaso habrá algo que no haga enfadar a este chico?
Guardo mis pertenencias con rapidez en la mochila y me la coloco, para luego tomar el asa de mi valija. Con la mano libre llevo la galleta que me sobra, así puedo comerla durante el camino al apartamento. Me acerco a la barra a pagar, le agradezco al anciano, y, antes de salir de la cafetería, me despido del mesero desde lejos.
Afuera, un Joaquín cruzado de brazos se encuentra frente a un auto color celeste despintado. En su rostro puedo notar que está hecho una furia, sin embargo parece aflojarse un poco cuando me ve llegar. Sin decirnos nada, me abre la puerta del copiloto y entro al vehículo con cuidado. Él se lleva la valija para colocarla en los asientos traseros mientras me abrocho el cinturón de seguridad. Cuando ya se encuentra del lado del piloto, escucho el ronquido del auto al encenderse el motor.