Estrellas bajo tierra: la fe del pueblo libre

CAPÍTULO XXIX: CORRER EL RIESGO

Habían alquilado un coche para desplazarse por la zona. No les gustaba mucho eso de ir en autobús. Rosalind golpeaba nerviosa la tapicería de la puerta. No podía esperar a saber si el contacto de aquel anciano, que habían conocido en el bar, tenía algo que decir. Confiaba en que hubiera podido convencerle de que hablara con ellos, o al menos, en que le hubiera comunicado lo que sabía sobre el paradero de Franz, uno de los hermanos a los que tuvo que abandonar cuando sólo eran bebes. Era consciente de que no podía confiar al cien por cien en ese anciano. Sabía que se estaba agarrando un clavo ardiendo, pero esa era la única esperanza que tenía.

- Me estás poniendo nervioso. - Anunció Matt, que se sentía singularmente contento de poder volver a conducir. Rosalind salió de su trance, había pasado todo el trayecto pensando en sus cosas. - Para el traqueteo, anda.

- Sí. Perdona. - Se disculpó un poco aturdida.

- ¿Pasa algo? - Preguntó Crystal asomándose entre los dos asientos delanteros.

- Eh...no. - Dijo Rosalind dudando su respuesta.

- ¡Claro que pasa! - Aseguró el conductor. - Estás ansiosa y puedo entenderlo, Sølv. Pero no puedes perder la calma ahora, tenemos que hacer esto bien. Después de lo que ocurrió en el bar, no tengo intención de fiarme de nadie, aunque aparezca con supuestas intenciones de ayudar.

- Sí. Lo sé. - Le dio la razón sin dejar de mirar por la ventanilla. No tardarían en llegar a la desmantelada casa de la señora Alberts.

Aparcaron en la parte de atrás de la casa. Crystal fue la primera en llegar hasta la entrada y ver la espeluznante imagen. Su grito de terror debió oírse en un kilómetro a la redonda. Cuando los demás lo vieron también, Dann se acercó corriendo a Crystal. Giró la cabeza de su novia para que apartara la mirada y la abrazó para consolarla. Matt salió disparado hacia la casa y Rosalind tuvo que apoyarse en el coche para mantenerse erguida antes de seguir a su compañero. El anciano con el que se habían citado había sido crucificado, tenía las manos clavadas en el tímpano de la fachada.

- Dann. Ven aquí y ayúdanos a bajarlo. - Le gritó a su hermano mientras escalaba por la fachada para llegar hasta el hombre. No sabían cuánto tiempo llevaba así o si ya estaba muerto antes de ser colgado. Lo que sí sabían es que no podían dejarlo allí y que se vengarían de quienes hubiera hecho aquella atrocidad. Cuando consiguieron bajarlo le tendieron en el suelo. Estaba cubierto casi por completo de sangre, sin duda le habían martirizado antes de colgarlo. - Salvajes. - Farfulló haciendo rechinar sus dientes al intentar contener su rabia. Rosalind, inclinada junto al cadáver, se dio cuenta de que se había perdido, junto a la vida de aquel hombre, la única oportunidad de encontrar a su hermano. Desolada, vio algo relucir en el cuello del fallecido. Era una medalla de oro en la que estaba grabada una virgen.

- Yo ya no recuerdo ninguna oración de cuando estaba en el colegio.

- Pensaba que no creías en Dios, Sølv. - Comentó Dann.

- Pero él sí. - Contestó ella mostrándole la cadena de oro con una cruz de colgante.

- Yo sí que me sé alguna. - Afirmó Crystal, que hasta ahora se había mantenido alejada. Empezó a recitar. - Dios te salve María. Llena eres de gracia... - Los demás recordaban el ritmo de la oración, pero no las palabras. Con los ojos cerrados y la cabeza agachada, Rosalind tuvo un momento de paz, mientras escuchaba la dulce voz de Crystal. Y fue en ese momento, en el que las demás voces de su cabeza se callaron y recordó algo. El día que dejó a su hermano en aquella casa vio a la doctora Alberts guardar el fragmento del libro en un cajón. Quizá, sólo quizá, tras la muerte de la doctora, olvidaron el libro y lo abandonaron. Había una posibilidad de que continuara ocultó allí. Se levantó en medio de la oración y corrió al interior de la casa. Sólo Matt la siguió.

- Tiene que estar por alguna parte. - La escuchó decir.

- ¿De qué estás hablando?

- Ayúdame a apartar esto. - Tan destartalada estaba la casa que había un sofá sobre lo que parecía ser el viejo mueble donde recordaba haber visto el paquete, envuelto en una bolsa de basura, por última vez. Matt colaboró sin preguntar más. Le costó abrir el cajón de lo maltrecho que estaba. Esa era la última esperanza, no para ella, no para encontrar a su hermano, Franz. Según sus padres, esa sería la última esperanza para librar al mundo de la tiranía de Hatefiel. De acabar con aquello que mantenía a todos atados a ese hombre. La manera de llegar hasta él y destruirlo. Y al abrir ese pequeño cajón, abandonado de la peor forma en aquella casa a las afueras de Paris, la esperanza se desvaneció. Rosalind ya no podía soportarlo más. Todo salía del revés, cada paso que creía dar hacia delante era dos hacia atrás. Habían perdido a cientos de los suyos. ¿Quiénes eran ellos contra el resto del planeta? Solamente una hormiga en el centro de una ciudad llena de caminantes apresurados. No significaban nada para nadie, y si alguna vez lo habían logrado, ahora ya no marcaban una diferencia. Eran pocos y sin recursos ni esperanzas como para poder avanzar. Matt la vio caer de rodillas al suelo.

- No dejarás que te venzan sin luchar. ¿Verdad? - Le preguntó. - El miedo te derrotará si le dejas. Tú nos lideras ahora, Rosalind. Si dejas que te vean caer, todos caeremos contigo.

- No hay nada más que yo pueda hacer. - Confesó. - Y ya no tengo más fuerzas para seguir luchando.

- Pero aún tienes motivos. - Aseguró. - Como tu segundo al mando. No. - Quiso rectificar. - Como tu amigo. No permitiré que te vean caer. - Se acercó a ella y la levantó a pulso del suelo. - Encontraré la manera de continuar. Aunque tenga que buscar en cada cajón de cada casa de este estúpido planeta. - Ella le sonrió. No era capaz de comprender por qué, pero le creía capaz de hacer lo que decía. Siempre había sido igual con Matt. Nunca dejaría que los suyos cayeran, no si él podía evitarlo. Le abrazó, siempre se había sentido reconfortada, tranquila, cuando Matt la rodeaba. Se sentía tan pequeña y tan bien encajada entre sus fuertes brazos. Pero, en ocasiones, ni si quiera Matt podía evitarlo.




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